El procés ha cambiado de manera rápida y en algunos casos de forma traumática el mapa político catalán. Unió desapareció, el PSC se dejó medio partido por el camino, Iniciativa se diluyó en los 'comuns' y Convergència ha ido encadenando marcas hasta desdibujarse entre PDeCAT, Junts per Catalunya y La Crida. Las siglas herederas de CDC tienen aún cosas en común pero cada una de ellas ha permutado en formas diferentes.
Es una evidencia que más allá de las broncas internas por la estrategia y el control de la caja, en poco más de una década el pujolismo entendido como un movimiento comparable al nacionalismo vasco ha desaparecido como propuesta electoral. El PNV sigue siendo el PNV mientras nadie sabe qué ha sido de Convergència.
Marta Pascal fue defenestrada en el último congreso del PDeCAT, un partido que nunca ha acabado de serlo, con liderazgos tan endebles como su ambiguo discurso e incapaz de desmarcarse en público de la radicalidad de Carles Puigdemont. Algunos de los exdirigentes de esta formación aseguran en privado que muchos alcaldes se lamentan de que el proyecto ha perdido moderación y suspiran por una Convergència que no volverá. Lo hacen en voz baja mientras en los actos exhiben fotos de Puigdemont (y en muchos casos será uno de sus reclamos para la campaña de las municipales). Catalunya es así de compleja. No quieren ser gobernados desde Waterloo pero peregrinan a la Casa de la república para utilizarla como argumento de cara a sus elecciones.
Parece evidente que existe un espacio entre Junts per Catalunya y Ciudadanos que ahora no ocupa nadie. Una propuesta de centroderecha, de matriz catalanista, que, por ejemplo, no cuestione la inmersión lingüística, pero que rechace el jugar permanentemente al todo o nada en el Congreso de los Diputados. Los partidarios de impulsar un proyecto que sea capaz de articular esta propuesta calculan que hay 200.000 votos que se reparten ahora entre otros partidos porque no encuentran una propio que les convenza. Son los llamados votos huérfanos, unos de los más codiciados el próximo 28 de abril.
La respuesta de Puigdemont y sus afines para desdeñar las críticas que Pascal lanzó este fin de semana en La Vanguardia es la de acusarla –tanto a ella como a los que piensan del mismo modo– de querer regresar a la vieja política. Y en una réplica como mínimo cuestionable, Puigdemont insiste en subrayar la injusticia que están viviendo los presos independentistas. ¿Acaso es incompatible criticar la judicialización del conflicto catalán y estar en contra de un abuso de la cárcel preventiva con plantear un proyecto catalanista nuevo? No debería serlo.
Tanto España como Catalunya necesitan proyectos de centroderecha moderados aunque sean de más lento crecimiento electoral y de menos atractivo informativo. Lo necesita la izquierda para poder confrontar propuestas y también para poder pactarlas con formaciones que no hagan de la bronca permanente su razón de ser. Del mismo modo que lo necesita el independentismo para no estrellarse una y otra vez contra las rocas de aquel constitucionalismo que solo aspira a una mayor recentralización.