Caudalosos ríos de tinta inundan los medios de comunicación para intentar explicar las razones que han llevado a Donald Trump a la Casa Blanca: Hillary no ilusionaba, muchos estadounidenses están hartos del sistema, el Obamacare ha pasado factura a los demócratas…. Sociólogos, politólogos y economistas tratan de responder a una pregunta para la que buena parte de la sociedad mundial no tiene respuesta: ¿cómo ha podido ganar un candidato que ha hecho bandera del racismo, el machismo, la intolerancia y hasta la violencia? Ese ejército de expertos aporta claves acertadas y necesarias pero que, en mi humilde opinión, serán incompletas si no asumimos la verdadera raíz del asunto por dolorosa que sea: la naturaleza del ser humano le hace ser un verdadero cabrón.
Un apasionado doctor en Biología, admirado y muy cercano, me repetía esta tesis cada vez que me veía indignado por algún acontecimiento tan “inexplicable” como el que nos atormenta ahora. Lo hacía con términos más suaves que los míos y amparado por el rigor científico:
“Nos guste o no, somos primates. En un grupo familiar de primates, sean bonobos, gorilas o humanos primitivos, no todos los individuos son buenos, iguales y solidarios. Solo hace falta asomarse al foso de los mandriles en el zoo para observar cómo las peleas, los maltratos y las demostraciones de superioridad rigen el funcionamiento de la comunidad. En nuestro caso, esa herencia genética pesa demasiado. Nuestros genes heredados de las cuadrillas de cazadores del paleolítico nos hacen ser egoístas y aprovechar cualquier oportunidad en nuestro beneficio. Afortunadamente, nuestro cerebro, nuestra capacidad de raciocinio nos ha permitido reprimir y modular esos comportamientos.
Ha sido el conocimiento, la educación y la cultura los que nos han llevado a ser solidarios y altruistas. Ha sido la llamada 'civilización' la que nos permite vivir bajo unas normas que impiden, más o menos, que nos aniquilemos. Esa es la extraña mezcla de ángel y demonio de la que está compuesta el ser humano, capaz de los actos más altruistas y de las atrocidades más repugnantes. Por eso es tan débil la pátina de civilización, y basta con arañar un poquito para destruirla. Por eso, especialmente en condiciones difíciles, a menudo 'vuelve el hombre“.
Soy consciente de la crudeza del argumento pero creo que si analizamos desde ese prisma biológico cualquier periodo histórico de la humanidad, encontraremos respuestas a muchas preguntas incómodas. Si no me creen, cojan sus libros de Historia y hagan la prueba… Yo me limitaré a poner algunos ejemplos recientes.
Adolf Hitler no engañó a los alemanes para alcanzar el poder. No hubo una locura colectiva como se presenta en demasiadas ocasiones. En sus discursos y en ese detallado programa electoral que llamó Mein Kampf , el líder nazi anunciaba sus planes sin ningún tipo de autocensura: “El Estado debe procurar que solo engendren hijos los individuos sanos, porque el hecho de que lo hagan personas enfermas o incapaces es una desgracia… En lugar del palabreo ridículo sobre la seguridad y el orden por medios pacíficos, la misión de la conservación y del progreso de una raza superior es la que debe ser vista como la más elevada tarea…”. Más de 17 millones de votantes respaldaron estas políticas porque pensaron, sencillamente, que esos crímenes permitirían el nacimiento de una gran Alemania. Quizás no fueron conscientes del nivel de crueldad que alcanzaría su Führer, pero votaron lo que votaron porque determinaron que su calidad de vida mejoraría si se convertían en verdugos.
No seré yo el que caiga en un falso romanticismo por el hecho de que otros hechos históricos hayan tenido objetivos, al menos inicialmente, más justos. Si alguien piensa que la Revolución Francesa o la Soviética se llevaron a cabo porque hubo una especie de iluminación colectiva para hacer el bien… La realidad es que una mayoría oprimida y humillada se sublevó porque vio una oportunidad para mejorar sus lamentables condiciones de vida. Para lograr ese objetivo siguieron a otros trabajadores, pensadores y políticos que hablaban de libertad, igualdad y fraternidad.
Ya metidos en la recta final del pasado siglo, cómo explicar los genocidios cometidos en la Antigua Yugoslavia o en Ruanda. Las matanzas más atroces, las violaciones de mujeres eran cometidas por quienes, solo unos meses atrás, eran amorosos padres de familia y vecinos ejemplares. Bastó que unos cuantos líderes azuzaran las ascuas presentando a la etnia enemiga como una amenaza para que miles y miles de personas se comportaran como… primates.
Llegamos hasta nuestros días para encontrarnos una Europa a punto de ser reconquistada por la extrema derecha. Hay muchas causas detrás del auge de Marine Le Pen en Francia o de los neonazis en Austria, Alemania, Croacia, Holanda, Finlandia… pero una de las razones de fondo es que millones de europeos prefieren ver morir inmigrantes en el Mediterráneo a ver amenazado su estilo de vida. La mayoría de esos votantes desearían que no sucediera ninguna de las dos cosas pero ante la mera posibilidad de que peligren sus puestos de trabajo, su seguridad y “su cultura”, optan por convertirse en verdugos.
Al igual que todas estas formaciones neofascistas, Trump ha hecho una campaña clara en la que no se ha maquillado ni tan siquiera de hombre agradable. 60 millones de votantes sabían perfectamente a quién estaban entregando todo el poder. Sus polémicos mensajes xenófobos y misóginos no eran improvisados sino que habían sido cuidadosamente preparados para conectar con el perfil sociológico de sus potenciales votantes.
Cuando Trump habló de deportar a millones de extranjeros sin papeles sabía que la medida le daría votos, incluso entre los propios inmigrantes ya legalizados que abogan por cerrar la puerta a quienes vienen detrás; cuando llamó “asquerosa” a Hillary Clinton, no fue fruto de un calentón sino de la certeza de que millones de espectadores se identificarían con ese exabrupto.
Decía Richard Dawkins, catedrático de la Universidad de Oxford, que debemos enseñar a nuestros hijos a ser altruistas, ya que en sus genes llevan escrito todo lo contrario. Mi biólogo de cabecera añadiría: “Sin la educación, sin la cultura, sin una sociedad justa que nos ampare, jamás saldríamos del foso de los mandriles”.