A buen seguro que habrá oído hablar del autoconsumo de energía. Puede incluso que alguna viñeta satirizando el “impuesto al sol” haya captado su atención. Un mínimo sentido crítico exige preguntarse si realmente es posible que el Gobierno esté dificultando que los consumidores pasemos a autoabastecernos de la energía del Sol y, de ser así, qué le impulsa a hacerlo.
Es indiscutible que presenciamos una revolución en uno de los sectores tradicionalmente más inmovilistas, el energético, derivada del fuerte abaratamiento de las energías renovables. En un número aceleradamente creciente de lugares —entre ellos, la práctica totalidad del territorio nacional— hoy en día es mucho más barato producir electricidad en el tejado de casa que comprarla a la compañía eléctrica.
La tecnología responsable, la solar fotovoltaica, ha sorprendido a propios y extraños abaratando sus costes en más de un 80% en menos de cinco años. Ha pasado de ser un artículo “de lujo”, que requería de fuertes apoyos para su despliegue, a un electrodoméstico que, en lugar de aumentar el importe del recibo, lo abarata. Es limpia, es modular (desde un pequeño panel para compensar el consumo del frigorífico hasta inmensas instalaciones de centenares de hectáreas de extensión que ya compiten con las grandes centrales eléctricas) y ahora, además, es barata. En muchos casos, la más barata.
Pero tiene dos inconvenientes: es variable (no siempre hace sol cuando queremos consumir electricidad) y, sobre todo, trata de implantarse en un sector con ingentes intereses preexistentes.
Respecto al problema de la variabilidad existen dos posibles soluciones: permanecer conectado a la red eléctrica para que ésta supla los déficits; o almacenar los excedentes para consumirlos después. Es en la primera alternativa en la que nos topamos con la normativa del sector eléctrico y, en consecuencia, con la capacidad de intervención del Gobierno.
El actual Gobierno, además de plagar de trámites administrativos innecesarios las instalaciones de autoconsumo, tacha de insolidarios a quienes pretenden autoabastecerse parcialmente, porque dejan de “contribuir al sistema” en la misma proporción en que lo hacían con anterioridad y, en consecuencia, trasladan “su carga” al resto de consumidores. De ahí que haya propuesto que a aquéllos se les imputen una serie de cargos por la energía autoproducida, salga o no ésta a la red eléctrica. Es lo que coloquialmente conocemos como “impuesto al sol”.
El argumento esconde dos realidades muy preocupantes: que el Gobierno necesita de la contribución de todos nosotros a las cuentas del sector eléctrico y que hay algunas formas de ahorro que están discriminadas frente a otras.
Así es, si el impuesto al sol no persigue sino mantener invariable la estructura de ingresos del sistema eléctrico cabría penalizar igualmente cualquier otra medida que conllevara un ahorro de energía. ¿Se imagina un impuesto a la leña o al doble acristalamiento por razón de solidaridad?
En el fondo, el debate subyacente es el de qué costes del sector eléctrico son fijos y cuáles dependen de la cantidad de energía suministrada. Es comprensible que las compañías eléctricas traten de convencernos de que la mayoría de sus costes pertenecen a la primera categoría. No lo es tanto, a mi juicio, que el Gobierno, e incluso la Comisión Nacional de Mercados y Competencia (CNMC), compartan su criterio.
Un ejemplo: la ubicación privilegiada de una serie de centrales eléctricas (principalmente de gas), les permite obtener una retribución de casi tres veces el precio normal del mercado, lo que supone más de 700 millones anuales de sobrecoste para los consumidores que, para mi asombro, tanto Gobierno como CNMC pretenden imputar también a los autoconsumidores por la energía que no sale de sus casas.
Es más, suponiendo que fuéramos capaces de determinar qué costes son fijos —lo que, como vemos, no resulta nada pacífico— cabría preguntarse cómo hay que repartirlos entre los consumidores. Y he aquí que nos encontramos con una tarifa eléctrica plagada de arbitrariedades y de subsidios cruzados.
Los consumidores pagamos un término “fijo”, asociado a la potencia que contratamos (la demanda máxima que podemos exigir a la red en un momento determinado) y un término “variable”, que depende del consumo medido por el contador. Lo lógico sería que los costes fijos se pagaran a través del término fijo. De ser así, no habría problema en que alguien ahorrara energía o se autoabasteciera: en la medida en que no fuera capaz de bajar su potencia contratada, su contribución a éstos no se vería reducida.
Nada más lejos de la realidad: no hay ninguna metodología objetiva para calcular qué parte del recibo es fija y cuál depende del consumo. De ahí las críticas —y la confusión— a la decisión del actual Gobierno de duplicar el precio del primer término en menos de un año a costa de rebajar ligeramente el del segundo. Es más, tampoco hay criterio para imputar objetivamente los costes entre los diferentes tipos de consumidores. Mucha gente desconoce que los consumidores industriales en España prácticamente no pagan primas a las energías renovables, lo que resulta aún más llamativo cuando se escucha a éstos achacar a aquéllas sus altos precios eléctricos.
Mientras la tarta se ha repartido entre los mismos, estas disfunciones no han resultado ser demasiado problemáticas. Pero ahora que millones de personas pueden intervenir en el reparto, la cosa se complica. ¿Quién nos iba a decir que un simple panel solar iba a destapar las vergüenzas del sector eléctrico?
En efecto, lo más contradictorio es que los autoconsumos que desde hace años vienen practicando tanto el sector industrial (cogeneración) como las propias centrales eléctricas (consumos propios, que solo pagan peajes desde 2012) no hayan sufrido ningún tipo de impuesto al sol. Y la cantidad de energía involucrada no es despreciable: nada menos que el equivalente al consumo de 4,5 millones de familias.
Para salir de este enjambre nos queda, pues, confiar en un cambio radical de la regulación eléctrica —permítame que no apueste por ello en el corto plazo— o acudir a la segunda solución para afrontar la variabilidad renovable: encomendarnos a las baterías. Y en esto tenemos muy buenas noticias: están también reduciendo agresivamente sus costes, lo que las convierte en la pareja ideal de las renovables.
En un ataque de paroxismo, el Gobierno propuso un cargo complementario por el uso de las baterías. En esta ocasión era tan evidente que la motivación no era técnica —la incorporación de baterías reduce el coste del sistema eléctrico— sino recaudatoria que, esta vez sí, la CNMC lo rechazó duramente haciendo notar que en esta línea incluso “cabría impedir al resto de consumidores (los no acogidos a ninguna modalidad de autoconsumo) que redujeran su potencia contratada”. La respuesta del Gobierno ha sido escalofriante: extender el cargo complementario a cualquier sistema que permita reducir la potencia contratada y, en consecuencia, el término fijo de la factura de la luz.
Es claro, pues, que el Gobierno se afana en parchear la muy deficiente estructura de la tarifa eléctrica para evitar que el autoconsumo se desarrolle.
Lo verdaderamente notable es que gracias a la enorme reducción de precios que la tecnología aún nos va a deparar en los próximos cinco años, incluso con el impuesto al sol propuesto y sin que se valoren las enormes ventajas económicas, sociales y medioambientales del autoconsumo, éste va a acabar imponiéndose. Entonces veremos quiebras de empresas eléctricas en todo el mundo. Aquéllas que no se hayan adaptado a tiempo a un cambio de modelo de negocio.
Nos encontramos pues, ante una encrucijada histórica en el sector de la energía frente a la que caben dos alternativas: poner trabas al desarrollo del autoconsumo, lo que a mi juicio solo va a servir para retrasar su implantación y que nos acabe saliendo más caro; o integrarlo de forma ordenada en el sistema eléctrico actual sabiendo que los cambios que introduce son de enorme envergadura.
Con la actual propuesta del Gobierno estamos abocados a la primera vía, lo que nos deparará casos cada vez más numerosos de consumidores aislados de la red, incluso en el interior de las ciudades. Variar el rumbo hacia la segunda vía requiere objetividad, transparencia y visión de futuro. La pretendida solidaridad —con las eléctricas, se entiende— no sirve.