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Identidad sexual y libre desarrollo de la personalidad

27 de febrero de 2021 21:41 h

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El libre desarrollo de la personalidad es un principio que ha merecido poca atención doctrinal y jurisprudencial, a pesar de estar ubicado, junto a la dignidad, en el pórtico de la declaración de derechos de nuestra Constitución (art. 10.1). Es justamente ese mandato de optimización la llave que permite actualizar el contenido de todos y cada uno de los derechos fundamentales en términos de autonomía. Si analizamos la historia de los derechos humanos, podemos comprobar como ha sido un proceso, siempre inacabado, de conquista de espacios de autonomía proyectados en nuestro cuerpo, en nuestra mente y en nuestras vivencias.

Recordemos las pioneras luchas por la libertad de conciencia y por la tolerancia religiosa, como también las que han ido  procurando el reconocimiento de distintos colectivos y minorías. Y, claro, de manera más estructural y radical, la lucha de las mujeres durante siglos por dejar de ser heterodesignadas y por ser al fin las dueñas de sus cuerpos, de sus deseos y de sus destinos. El todavía limitado reconocimiento de sus derechos sexuales y reproductivos es la prueba más evidente de que la autonomía de las mujeres ha sido vista como una amenaza por quienes siempre hemos monopolizado los púlpitos. Como también siempre fue una amenaza para quienes tenían una posición dominante el reconocimiento de voz y juicio a quienes estaban en los márgenes. En este sentido, la lucha por la igualdad ha sido siempre una cuestión de poder y ciudadanía. 

La progresiva conquista de autonomía, y la protección por tanto de la capacidad de cada individuo para definir su proyecto de vida, o lo que es lo mismo, para definirse como sujeto y actuar conforme a esa definición, ha supuesto siempre una dura pugna con un conjunto de poderes. Las religiones, la medicina, el derecho, han sido los artefactos que, en manos de los poderosos, y constituyendo en sí mismos un poder, han sometido a los humanos y a sus cuerpos a disciplinas y sanciones. La secuencia  pecado-delito-enfermedad que ha marcado históricamente la exclusión de las personas homosexuales es el más claro ejemplo de las cadenas de las que tantas personas han tenido que ir emancipándose. Como también lo son el reconocimiento del derecho de las mujeres a interrumpir voluntariamente su embarazo sin ningún tipo de tutela o justificación, o del derecho a poner fin a nuestra vida cuando entendamos que ha dejado de ser digna. De alguna manera, y como bien nos enseña el feminismo, la tutela de la igualdad democrática no es otra cosa que la garantía de que cada  individuo deje de ser tratado como un discapacitado o un menor necesitado de tutela, salvo en aquellos casos excepcionales en los que la protección de terceros, de otros bienes jurídicos o del mismo sujeto exijan limitaciones, basadas, eso sí, en el principio de proporcionalidad y en la adecuada ponderación de los derechos y bienes en conflicto. 

El reconocimiento legal de la identidad sexual se sitúa en ese contexto evolutivo de los derechos humanos y del mismo concepto de ciudadanía. La necesidad de dotar de un marco que otorgue seguridad jurídica a las personas que viven un conflicto entre su sexo biológico y la vivencia que racional y emocionalmente las define, ha sido insistentemente reclamada por todas las instancias internacionales y por nuestro propio Tribunal Constitucional. Ante el desafío que supone esta regulación, que además cuenta ya con una abundante legislación autonómica en el ámbito competencial de cada territorio, no habría que perder de vista, que una ley, y muy  especialmente cuando se trata de garantizar derechos, no ha de partir de las situaciones excepcionales que podrían cuestionar su oportunidad sino de la situación  general de las personas o colectivo necesitado de tutela. Si no fuera así, difícilmente  podrían haberse aprobado en nuestro país leyes como la que lucha contra la violencia de género, la que reconoció el matrimonio entre personas del mismo sexo, la que liberó al aborto de supuestos paternalistas o la que recientemente ha regulado la eutanasia. En todo caso, lo que debe hacer una buena ley es establecer las suficientes garantías frente a fraudes y abusos, sin olvidar que el Estado cuenta con el Ministerio Fiscal para vigilar el adecuado cumplimiento de las normas. 

El borrador de ley que tanto debate ha generado no tiene otro objetivo que ajustar el reconocimiento y protección de las personas trans a los estándares internacionales en materia de derechos humanos y, muy especialmente, al mandato de despatologización de su estatus de ciudadanía. Es decir, no debería ser un médico, ni mucho menos un tratamiento, la llave que permitiera el acceso de una persona a su reconocimiento jurídico como sujeto. De la misma manera que no se exigen requisitos similares para, por ejemplo, contraer matrimonio, abortar o tener un hijo, aunque sí se exigen para la adopción en cuanto que lo que se trata de proteger en este caso es el interés superior del menor.

Cuestión distinta es que se considere oportuno establecer determinadas garantías administrativas y/o judiciales de dicho proceso de reconocimiento, tal y como prevén otros ordenamientos. En este sentido, varias opciones son posibles: desde la declaración notarial hasta la preceptiva comunicación por el encargado del Registro al Ministerio Fiscal, pasando por limitaciones como la que solo permitiría hacer el cambio una vez y solo rectificarlo una segunda con la correspondiente  intervención judicial, además de que se pudieran arbitrar medidas de información de todas las consecuencias del cambio en el Registro o incluso un período de “reflexión” entre dos solicitudes que avalaran la “seriedad” de la petición. Más dificultades  jurídicas plantearía, tal y como se ha hecho en algunos países, el reconocimiento de un tercer sexo o de una suerte de casilla en blanco para otras opciones. 

Con respecto a las personas menores de edad, no habría más que remitirse a las cautelas que establece la normativa que regula la autonomía de la ciudadanía en materia de tratamientos médicos, sin perder de vista dos principios: el de interés  superior del menor y el del reconocimiento progresivo de su madurez. Tal y como, por otra parte, dejó claro la sentencia del Tribunal Constitucional 99/2019. En todo caso,  no habría que olvidar que la misma definición de mayoría de edad es una convención legal, en muchos casos harto discutible, que injustamente en ocasiones establece barreras para el ejercicio de derechos. Algo que bien saben las mujeres de entre 16 y 18 años que, gracias a Gallardón, no pueden ejercer el derecho a interrumpir voluntariamente su embarazo sin necesidad de intervención de sus progenitores. Todo lo anterior, por supuesto, debería ir acompañado de una ulterior regulación garantista, uniforme en todo el territorio nacional, de los correspondientes acompañamientos – médicos, psicológicos, sociales - que entiendo son necesarios en este tipo de procesos que, en cualquier caso, habrían de basarse en el “consentimiento informado”.

En cuestiones más específicas, como pueden ser las competiciones deportivas, entiendo que deberían ser las correspondientes federaciones las que establecieran estrictos requisitos y controles. De la misma manera que podrían arbitrarse mecanismos correctores en las estadísticas y datos oficiales que se siguen basando en el binomio hombre/mujer, además de recordar, por si alguien tuviera dudas, de que normas como las penales se aplican en función del momento y circunstancias en que se comente el delito y que, por tanto, nada hay que temer con respecto al posterior  cambio de identidad con intenciones fraudulentas. 

En definitiva, creo que es posible encontrar soluciones garantistas y con la suficiente seguridad jurídica que permitan nada más y nada menos que muchas personas puedan vivir una vida digna de ser vivida, siendo conscientes, claro está, de que una ley no hace milagros. En materia de discriminación son tan, o incluso más fundamentales que las leyes, las políticas públicas que luchen contra las exclusiones, que habiliten oportunidades y que permitan superar los obstáculos que impiden la igualdad real de un colectivo, empezando por las responsabilidades educativas y socializadoras sin las que no es posible alcanzar una sociedad sin brechas ni sesgos asimétricos. Un mandato que establece rotundo el art. 9.2 CE y que es clave para la realización de la igualdad como principio que supone el reconocimiento de nuestras diferencias. Estas, me temo, no estarán suficientemente garantizadas mientras que habitemos la cárcel que supone el género. Ese que todas y todos reproducimos cada día en el marco de una cultura que lo alimenta y que se nutre de él. El horizonte es, pues, evidente. Como también es, o debería serlo, la necesidad de una ley que permita, aquí y ahora, en el siglo XXI que vivimos y en el que los géneros no han sido abolidos, que a nadie se le cuestione eso que Hannah Arendt denominó el “derecho a tener derechos”.