El imperio del cardenal
El cardenal Antonio Cañizares ha dicho que hay que defender “el bien precioso de la familia cristiana”. Esa frase, además de un ejemplo de pedantería suprema, es inaceptable por excluyente y es contraria al amor al prójimo que la Iglesia predica, aunque no siempre con el ejemplo. La buena es la familia cristiana, tal y como la entiende el Arzobispo. Si usted, su pareja o sus hijos son unas bellísimas personas, pero no se han casado, no son todos heterosexuales, no han llevado a las criaturas a hacer la confirmación, no piensan constantemente en el niño en el pesebre ni van a misa de doce, no son un bien precioso que haya que defender. A esa familia que le den.
Hasta ahí, mal. A partir de ahí, peor; porque Cañizares cree que la principal amenaza sobre las familias, tal y como él las concibe, son “el imperio gay” y el feminismo. O sea, si usted es homosexual, deberían darle una orden de alejamiento de la parroquia del barrio, salvo que asuma que es un enfermo, como sostiene con delicadeza el obispo de Alcalá, que ya vinculó en una carta pastoral a los gays con la pederastia. Y si usted es feminista y defiende la igualdad entre hombre y mujer o reivindica para ellas una mayor independencia y un papel preponderante en la sociedad, también es una pecadora de la pradera. ¿Por qué? Porque en su Iglesia la mayor cota de poder que puede alcanzar la mujer es ser la sirvienta, por ejemplo, de Rouco Varela en su megapiso de Madrid. Y eso siempre y cuando sea monja. No vaya usted a vestirse de fresca o a tirarle los trastos al cura mientras calienta su sopa de fideos.
La doctrina de esta Iglesia, su traducción en la práctica, está completamente trasnochada. Y tampoco les sobra clientela, como para excluir a todos los que no se ajustan a su estrechísimo concepto de lo que es o no admisible. Y menos con esas faltas de respeto. Porque no olvidemos que el cardenal Cañizares es el mismo que habló de “invasión” en plena crisis de los refugiados. Además, se preguntó sin ningún tipo de rubor si esa gente era “trigo limpio”. No sé exactamente en qué fundamentos del cristianismo se basó a la hora de hacer esa afirmación, pero no me parece un planteamiento nada piadoso.
Entiendo que los obispos, arzobispos y cardenales se crean su papel de guardianes de la moral. Pero creo que con su intransigencia y sus salidas de tono dañan a esa Iglesia a la que, en mi opinión, representan muchísimo mejor los misioneros, los curas de pueblo que no tienen un duro, los religiosos que se preocupan por el bienestar de los vecinos o los sacerdotes que intentan atraer a nuevos feligreses con homilías muy distintas a las de Cañizares en fondo y forma. Y son tanto o más cristianos que el Arzobispo.
No entiendo cómo se puede llegar a cardenal limitando de esta manera el amor al prójimo. Creo que no es buena persona quien cocea a los demás con semejantes juicios de valor. Puestos a hacer discursos públicos para preservar la moral, a mí me interesa muchísimo más saber qué lectura hace el Arzobispo de Valencia, Antonio Cañizares, de la corrupción en la visita del Papa, de los políticos que robaron el dinero destinado a la cooperación con el tercer mundo o del trato de Francisco Camps a las víctimas del accidente del metro.