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La idea de implantar la mili para políticos

Viernes, 13 de noviembre, 8.30 de la mañana. Bar de un pueblo costero de Cantabria. La televisión pasa las imágenes de Madrid con menos coches, ha saltado la alarma dos por las altas tasas de contaminación. “Esto de que en Madrid se asfixien tiene una ventaja, han dejado de darnos el coñazo con lo de Cataluña”. Asentimiento general en la barra, ante el café con leche, la corbata, el sobao o la barrita con aceite y tomate.

“Sí, pero Madrid no es toda España” lanza una mujer joven, vestida para oficina y de buen ver, la única a esas horas en la cafetería en la que regresan las imágenes del  Parlament de Cataluña. “ Ya están ahí otra vez, como si solo existieran ellos. Barcelona tampoco es España. Ya quisieran”, responde el hombre sentado a su lado. De espaldas, a la pantalla se lían en la charla, trufada de exabruptos contra madrileños y catalanes.

 

Mientras el campo se muere, las urgencias se saturan, llegar a fin de mes es complicado, siguen los despidos en Torrelavega o Reinosa, hijos y padres ya están parados en casa -la temporada de verano acabó con el Pilar-; esto es la recuperación brama uno u otra, entre sorbo de café y mordisco de sobao. La conversación se generaliza, pero resulta imposible meter baza, defender la gravedad del problema catalán, la trascendencia económica y política para todos si las cosas no se arreglan de forma sensata. Las voces se encabritan, los tonos se endurecen y la ira contra Mas y Rajoy se dispara hasta unos niveles insospechados. Los reproches de lo que queda sin hacer -el paro, la falta de asistentes sociales en pueblos envejecidos y aislados, la pobreza que disimulan en tantas casas, la contaminación en sus árboles frutales, la pelea contra las abejas africanas- minan la charla.

No sabemos nada. Catalanes y madrileños nos creemos el ombligo del mundo, somos insufribles y prepotentes. Meter una cuña con “no todos son iguales, no se puede generalizar. Ni todos los catalanes son Mas ni todos los madrileños son Rajoy” tiene un mínimo efecto, pero solo de segundos.

A esas alturas del calentito café, hasta el paisano que había seguido ojeando el Diario Montañés lo deja para meter baza, mientras su mujer mira la hora para ir al ambulatorio. El hombre la ignora y plasma en un segundo la distancia de los presentes con respecto a los políticos y los periodistas. “Sois más de lo mismo, os alimentáis unos de otros, como Mas se alimenta de Rajoy y viceversa”.

Metido en harina, el hombre lanza su idea: a esos que mandan tanto desde desde Madrid y Barcelona habría que ponerles cursos obligatorios de verano en provincias, en pueblos pequeños de cualquier otro lugar que no sea la autonomía donde rascan votos. Sí, como los campamentos para los hijos, apunta la mujer; o las vacaciones del Imserso para los mayores, sugiere otro. Algo que les abra las mentes a realidades cotidianas y menos grandilocuentes.

Se ve que el tipo que empezó la idea, le ha dado más de una vuelta al asunto. Propone un servicio de tipo social que tuviera el efecto que tenía el servicio militar en los jóvenes de la España franquista, cuando los dos años pasados fuera de su hogar se convertían luego en la experiencia más importante de su vida. Les desasnaban, argumenta.

La cosa sigue siempre a espaldas de la tele. Una mili para políticos, periodistas, ilustrados capitalinos. Que tuvieran que cumplir con servicios sociales a la comunidad, a ras de suelo, cada dos o tres años. ¿No sería una forma de acortar ese abismo entre la política oficial y las preocupaciones de la ciudadanía?, mantiene con retranca el exlector del periódico, al que su mujer no logra arrancar de la barra. No se trata de darles pico y pala, como se decía antes -qué tampoco estaría mal, tercia otro- sino de aterrizarles.

“La cuestión aquí es quién está desinformado, si los políticos y los periodistas o nosotros” remata el tipo, arrastrado por fin hacía la puerta, camino del médico. Pero el chorreo sigue. Si ya no hay mili, esos tíos que largan y largan deberían tener obligación de recoger las patatas agachados sobre el surco, cargar las cajas de sardinas del pesquero llegado de madrugada o de limpiar y descuartizar pollos para ponerlos en una bandeja vistosa para el escaparate del súper.

Lanzados, cada cual intenta ser más original que el anterior. A partir de ese momento, la discusión se encauza hacía la falta de lluvias, un mes de noviembre con tiempo de verano que nunca antes han visto y el cambio climático, del que saben más de lo que cabía esperar. “Hasta aquí nos cuesta ver las estrellas las noches despejadas, las mareas cada vez son más raras. Estos días hay que esperar a ver dónde cae la mierda esa de la basura espacial. La temperatura media de la Tierra va a subir casi seis grados hasta el 2.100 y el nivel del mar aumentará casi un metro”. Ante tal contundencia de datos, el vecino de taza puntualiza que es el de la tienda de efectos navales, un loco del tiempo.

El grupo se deshace, son cerca de las 9.30. Como decía Labordeta, que se vayan todos a la mierda. Uno de los presentes va hacía la oficina del banco donde trabaja; otro al puesto de periódicos, para que ahora sea su mujer la que salga a desayunar; la joven a abrir la ferretería, que ya se ha pasado un par de minutos; el otro a sacar los burros metálicos a los soportales con los impermeables, que hoy incluso puede que caigan unas gotas.

Sí, debería ser una mili obligatoria para las llamadas clases dirigentes e influyentes salir de Madrid o Barcelona a trabajar unos. O hacerles un examen de capacidad para no perderse la realidad, tan sugerente como el que se hace a los emigrantes para obtener la nacionalidad. Además, se evitaría tanta chapa estúpida en las campañas cuando se acercan las elecciones.