Cuando en su día tuve la ocasión de entrevistar a la icónica jueza Ginsburg, no pude resistirme a la pregunta: ¿qué diferencia podía hacer a fin de cuenta que hubiera mujeres entre los nueve magistrados de la Corte Suprema de los Estados Unidos? Me ahorré la pregunta de cuál sería, a su juicio, el número ideal, porque sabía que en otras ocasiones la había respondido en tono provocador: “¡Nueve!”, había dicho la jueza, entiendo que con la intención de asombrar y de al mismo tiempo provocar reflexión en torno al asombro. ¿Por qué durante tanto tiempo -la Corte empezó a funcionar en 1790- no hubo ni una sola mujer (la primera, la jueza O'Connor, sería nombrada por Reagan en 1981) sin que se hubiera puesto por ello su legitimidad en juego?
En su respuesta, llena de anécdotas, la menuda jueza se refería a varias razones y anécdotas. Desde lo frágil y pequeña que se sentía, sola entre ocho varones grandullones, después de que la única otra jueza en la Corte, la citada O'Connor, se retirara y antes de que se unieran las juezas Kagan y Sotomayor, hasta la satisfacción que le producía que los niños y niñas que visitaban la Corte se pudieran ver “reflejados” en ella. Desde la importancia que el acceso de las mujeres tuvo para adecuar reglas tan triviales como las pertinentes al uso de los baños públicos hasta las reglas de etiqueta del tribunal (nótese, aún hoy Sotomayor sigue en cruzada personal contra el “manterrupting” que experimenta tratando que sus compañeros varones dejen de interrumpir a las mujeres en la Corte cuando hablan).
La jueza se refería también a cómo, en algunos casos, su experiencia de vida, como mujer y como abogada feminista litigante, había contribuido de forma innegable a su forma de entender los hechos y las normas en juego, logrando a veces convencer a sus colegas varones para que adoptasen una perspectiva distinta.
Mientras escribo estas líneas acaba de anunciarse que se ha dirimido quién habrá de ocupar la presidencia del Tribunal Constitucional español. La disputa estaba entre dos magistrados del sector progresista, el magistrado Conde-Pumpido, que ha sido finalmente elegido, y la magistrada Balaguer. De haber logrado la presidencia Balaguer, el Tribunal Constitucional español habría logrado su segunda mujer presidenta (la primera, María Emilia Casas Baamonde, ocupó el cargo de 2004 al 2011; la primera magistrada del Tribunal fue nombrada para el primer mandato en 1981, pero el segundo nombramiento femenino no ocurrió sino hasta 1998 y hasta la fecha éste nunca ha tenido más de tres mujeres). Habría sido por tanto la primera vez que la presidencia femenina coincidiera con una composición casi plenamente paritaria del Tribunal (con cinco magistradas frente a siete varones) y la primera vez que la persona a cargo de la presidencia priorizara de forma tan articulada la relevancia de la perspectiva de género a la hora de interpretar la Constitución, tanto en su vida académica precedente como en su labor judicial, como puede comprobar cualquiera que lea algunos de sus votos disidentes en los últimos años. Balaguer no solo no ocultaba este hecho, sino que precisamente insistió en él para no renunciar a la candidatura frente a quienes la exhortaban a que lo hiciera en aras de la unidad del ala progresista por ser ella la candidata que contaba con los apoyos de los magistrados del ala conservadora, ala que aludía a su carácter conciliador y empático en su defensa.
En todo caso, el relato se presta bien a una lectura de género. Vaya por delante que no he tenido el gusto de conocer personalmente a ninguno de los candidatos en contienda. Pero no deja de resultar significativo que el ala progresista le pidiera que se apartase a quien precisamente preconizaba como elemento central de su mandato la importancia de priorizar el principio de la igualdad y la perspectiva de género en vertiente sustantiva en la hermenéutica constitucional. Quienes sepan de la lucha por la conquista del sufragio femenino no se sorprenderán de ver que las mujeres no siempre se unen para priorizar su causa, o a la izquierda pidiendo a la mujer que se sacrifique por una causa mayor y, por otro lado, a la derecha apoyando a la mujer por razones estratégicas, aduciendo además razones relativas a su supuesto talante, que ignoro si sean ciertas o no en el caso concreto. Lo que sí se sabe es que los estudios de psicología social y de la empresa avalan el mejor liderazgo de las mujeres por su mayor capacidad de escucha, empatía y trabajo en equipo.
En todo caso, lo cierto es que, como nos recordaba la jueza Ginsburg, tanto la composición cuasi-paritaria del Tribunal Español como su presidencia femenina y feminista importan. E importan más allá de que la justicia se pretenda con los ojos vendados. Importan, si es que los estudios de liderazgo están en lo cierto, y Balaguer prometía un Tribunal más transparente y dialogante con la sociedad y los medios de comunicación. Importan, si es que queremos que el Tribunal no solo actúe de forma correcta sino que disfrute de esa legitimidad social que flaquea cuando su composición es demasiado homogénea, no solo, pero también, en términos de género. E importan, porque la justicia que dicte el Tribunal sería presumiblemente algo distinta, y, en la medida en que la presidencia importe (voto de calidad, rol de asignación de las ponencias…), podría contribuir a marcar esa diferencia.
Mi alumnado de primero de constitucional se resiste a la idea cuando de entrada le hago la pregunta que le hice a la jueza Ginsburg. Luchan por entender cómo puede importar el género si la justicia debe ser imparcial. Es solo cuando avanzamos en el curso y se familiarizan con algunas de las sentencias, por citar solo algunas históricas, que ha dictado el tribunal, cuando ven de forma práctica que sí hace diferencia. Sentencias dictadas por tribunales de varones (con una o ninguna mujer entre los 12), como la STC 53/1982 sobre el aborto, en la que la posición jurídico-constitucional de la mujer embarazada apenas merece reflexión en el voto de la mayoría. O la 126/1997 de los títulos nobiliarios, en la que el Tribunal Constitucional le corrige la plana al Tribunal Supremo para afirmar que el orden de prelación que favorece al varón en la sucesión a los títulos nobiliarios no discrimina contra la mujer (¡el remedio vendría años después de mano de legislador!). O aun aquella (la STC 117/1994) en la que el Tribunal deniega el amparo a Ana Obregón (a fin de cuenta se trata solo “de burdas alabanzas a tus cualidades físicas”, mujer, ¿qué pretendes? ¡Si ya se ha visto lo que se tenía que ver!…) cuando ésta pretende revocar el consentimiento para que no se publiquen en la revista Play Boy imágenes acompañadas de comentarios que la recurrente considera degradantes, siendo que su consentimiento inicial para la publicación de las imágenes se había limitado a una revista de carácter bien distinto.
Sus señorías: importa porque los hechos son siempre interpretables, también cuando deben ser subsumidos en normas jurídicas que, por lo demás, y más aún las de naturaleza constitucional, contienen conceptos vagos o indeterminados. Importa, porque los derechos non son absolutos y, además, pueden entrar en colisión entre sí, de modo que para decidir si pueden ser legítimamente limitados o cuál debe prevalecer hay que emitir juicios acerca de la importancia relativa de cada uno de los intereses públicos en liza. Importa porque existen distintas teorías acerca de la interpretación constitucional, y unas ponen mayor énfasis en una interpretación evolutiva y teleológica que se hace eco de los avances en materias de igualdad que reclama la sociedad en su conjunto.
Importa porque desafortunadamente hubo padres, y no madres, de la Constitución Española mayoritaria o exclusivamente (según si por tales entendemos los ponentes que redactaron el texto o todos los que ocuparon escaños en unas Cortes constituyentes en las que mujeres representaron el 5,5% de los miembros del Congreso de los Diputados y el 2,5% del Senado). Y en este sentido, es solo a través de la reforma constitucional (eternamente postergada pese a su urgente necesidad, véase Itziar Gómez Fernández,
Una Constituyente feminista: ¿Cómo reformar la Constitución con Perspectiva de Género?) y de la interpretación constitucional como cabe sumar las voces de “madres constituyentes”. Importa, en fin, porque hay ya mucha ciencia que avala que esos mismos rasgos que hacen que las mujeres ejerzan su liderazgo de forma distinta determinan que, con frecuencia, también juzguen de manera ligeramente distinta, haciendo menos uso de la abstracción y el formalismo, contextualizando mejor la problemática y siendo más sensible a los riesgos de interpretaciones hegemónicas que repliquen los patrones de dominación que se esconden en el derecho y en la sociedad, legado del sistema patriarcal y sus ancestrales privilegios.
La suerte está echada y no ha salido elegida Balaguer. Aun así hizo bien en resistir y dar la batalla porque sin dar la lucha nunca llegará el momento de la mujer en el poder, ni el de la priorización de la equidad de género en la labor interpretativa. Por supuesto, nada impide que bajo una presidencia de Conde-Pumpido se avance en este sentido, y seguramente la elección de Montalbán a la vicepresidencia sea un guiño en esa dirección. Pero que a nadie se le escape que se ha perdido una ocasión única: se alinearon los astros y a nuestro histórico “tribunal de varones” se le prestó la ocasión de plantearse de forma más radical su modus operandi.Esa ocasión se ha perdido. Pero más que nunca el punto de mira está puesto en que, con presidente, o presidenta, el Alto Tribunal lo haga de forma decidida.