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La importancia simbólica de Lamine y Nico

14 de julio de 2024 23:30 h

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Una de las particularidades de la especie humana es su propensión a crear símbolos. Los simbolismos han jugado un papel esencial en la conformación de las sociedades desde los albores de la historia, como lo ha explicado Yuval Noah Harari en su muy celebrada obra ‘Sapiens’. Con ocasión de la Eurocopa, hemos visto cómo dos futbolistas, Lamine Yamal y Nico Williams, se han convertido en símbolos. El primero nació en Esplugas de Llobregat; el segundo, en Pamplona. Los dos tienen algo en común aparte de un talento descomunal para el fútbol: son hijos de inmigrantes. El padre de Lamine nació en Marruecos y la madre, en Guinea Ecuatorial. Los padres de Nico nacieron en Ghana y entraron ilegalmente en España en 1994 saltando la valla de Melilla, tras recorrer a pie cinco mil kilómetros a través de cuatro países abrasados por el desierto del Sáhara.

Todos quisiéramos que Nico y Lamine simbolizaran única y exclusivamente la magia del fútbol. Es lo que sucedería en un mundo normal. Pero resulta inevitable que, en estos tiempos turbulentos cargados de xenofobia y racismo, los dos jóvenes deportistas hayan adquirido sin proponérselo un significado político. Ellos, que por experiencia familiar saben muy bien qué está en juego más allá de las canchas de fútbol, han aceptado su nuevo estatus con naturalidad, cuando no con orgullo, como lo han venido demostrado en sus declaraciones a los medios. Como lo aceptó Mbappé al pedir a los franceses que no votaran a Marine Le Pen.

La politización de las figuras de Lamine y Nico proviene en buena medida, como no podía ser de otra manera, de la izquierda. Obvio: en España, es el progresismo el que está haciendo frente al clima de odio y la intolerancia que pretende instalar en la sociedad la extrema derecha. La derecha llamada tradicional, representada por el PP, está plegada desde hace ya largo rato al discurso ultra y, para distanciarse realmente de él, no le bastará con haberse sumado casi a regañadientes al reparto de unos pocos niños y niñas inmigrantes llegados a Canarias. Que la izquierda haya aprovechado una vitrina como la Eurocopa para agitar el debate político sobre la inmigración es comprensible, no solo por tratarse de un evento que concita un interés multitudinario en todo el continente, sino, sobre todo, por el potente simbolismo que en España encierra la selección nacional, más aun en este momento de racha victoriosa.

No hace falta que lo pregunte el CIS para saber que muy pocas instituciones han tenido en los últimos años el poder magnético de La Roja para unir, así sea en una confluencia emocional momentánea, a los españoles. Por supuesto que hay muchos ciudadanos a los que se las trae al pairo el fútbol y que detestan –con razón– el tufo nacionalista que exhalan los torneos internacionales, pero, incluso teniendo esto en cuenta, se me ocurren pocos acontecimientos capaces de desatar un estallido de alegría a lo ancho de todo el espectro ideológico como el triunfo de la selección.

Algunos, de buena fe, recomiendan aislar el fútbol del debate político. Sin embargo, resulta difícil, por no decir imposible, sustraerse a la circunstancia excepcional de tener por primera vez en la selección a dos estrellas surgidas de la marginalidad de la inmigración en un momento en que la ultraderecha está envalentonada y arrecia como nunca sus soflamas contra el extranjero, en particular contra el musulmán, en nombre de una pretendida defensa de los “valores” de la civilización europea. El propio Nico, que junto a Lamine ha sido objeto de innumerables ataques racistas en redes, destacó tras la victoria del domingo el “cambio histórico” que la selección está transmitiendo la sociedad al recordar que su familia “ha sufrido mucho para estar aquí”. Pero no solo lo que hace la izquierda o lo que dice Nico es política. Con ocasión de la Eurocopa circuló en redes una foto de la selección francesa de 1984, en la que casi todos eran blancos, y la actual, donde la mayoría son negros. “Qué rara está la Eurocopa”, bromeó el presentador Iker Jiménez. Esta canallada también es política.

Soy consciente de que erigir en símbolos a Lamine y a Nico en el debate sobre la inmigración es susceptible de discusión desde una perspectiva progresista. En ese sentido, me parece interesante la opinión de Aldo Conway en este diario de que lo que debe hacer la izquierda es, lisa y llanamente, romper el marco narrativo de la extrema derecha rehusando convertir la inmigración en tema de debate político. Comparto también que celebrar en exceso la pertenencia a nuestro país de dos ahora exitosos hijos de inmigrantes puede desviar el foco de discusiones fundamentales como el propio concepto que tenemos de la inmigración (a veces, sin darnos cuenta, nos vemos defendiéndola con los argumentos del capitalismo: por su rentabilidad, por su su contribución a las pensiones, al PIB, a los trofeos deportivos) o los desgarros que la inmigración produce tanto en quienes se ven obligados a abandonar su tierra como en los países usualmente empobrecidos que dejan a sus espaldas.

Sin embargo, del mismo modo que el objetivo inmediato de frenar a la extrema derecha en Francia postergó momentáneamente algunos debates trascendentales dentro del bloque republicano democrático y en el propio seno de la izquierda, creo que la utilización simbólica de Lamine y Nico para confrontar al discurso neofascista ha sido un soplo de aire frente a los propagadores de la ira y no tiene por qué impedir que se ahonde en el debate de fondo sobre la inmigración.

Nota. Yo también soy inmigrante. Llegué de Colombia hace casi cuatro décadas y desde 1990 poseo la doble nacionalidad. Este domingo era para mí un día especial: no solo porque España ha ganado la final de la Eurocopa, sino también porque Colombia ha jugado (ante Argentina) la final de la Copa América. Un amigo, quizá intentando entender las complejidades emocionales de las migraciones, me preguntó: “¿Y por quién irías si les tocara enfrentarse a España y Colombia?”. Estuve tentado a responderle con una reflexión acerca de la perversidad de las pruebas de lealtad a que han sido sometidos algunos pueblos a lo largo de la historia, pero preferí no agobiarlo con la perorata. Le resumí con honestidad: “Celebraría todos los goles y me gustaría que ganara el que mejor haya jugado”. Vio en mi respuesta una salida por la tangente. Qué le vamos a hacer.