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Indultos de Joe Biden: 'Family first'!

El presidente Joe Biden con su hijo, Hunter, al salir de una librería en Nantucket, EEUU, el 29 de noviembre.

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No es novedad que un presidente de los Estados Unidos de Norteamérica indulte a cualquier ciudadano condenado por cualquier delito. Parece que ello es absolutamente posible –lo digo con cautela porque, desde luego, no conozco el sistema norteamericano de indultos para poder afirmarlo categóricamente–. Así, por lo que he leído estos días con gran curiosidad, esta potestad de indultar existe desde que George Washington se convirtió en el primer presidente estadounidense en 1789. 

Cuentan las crónicas que en el debate de la Convención Constitucional de 1787 se planteó una propuesta de otorgar al presidente el poder de indultar a quienes hubieran cometido delitos o reducir sus penas, siguiendo así las leyes inglesas que ya concedían ese poder a los monarcas en una práctica extendida a los gobernadores de las colonias británicas en América. La cuestión es que dicha propuesta triunfó frente a otra que, admitiendo la mayor, pretendía negar la capacidad de indultar los delitos de traición. Finalmente, la Constitución recoge en su Artículo II, Sección 2, que “el Presidente (…) tendrá la facultad para suspender la ejecución de sentencias y para conceder indultos por delitos contra los Estados Unidos, excepto en casos de juicio político (...)”. La alusión al “juicio político” se refiere al conocido como impeachment, esto es, al juicio político en el Congreso.

Se trata de una prerrogativa absoluta, pudiendo el presidente otorgar el indulto incluso sin o contra la recomendación del Departamento de Justicia.

Prerrogativa de indultar delitos federales de la que hizo uso el propio George Washington en 1795 al indultar a los ciudadanos que comenzaron un levantamiento en 1791 y se sublevaron definitivamente en 1794 en la conocida como “rebelión del whisky” para oponerse a un nuevo impuesto sobre esa bebida. Una rebelión sofocada por el ejército enviado por el propio presidente Washington. Sin embargo, posteriormente, el presidente decidió indultarlos manifestando –y esto es lo que me interesa de esta historia– que “la misericordia puede ser un mejor instrumento para consolidar la unidad nacional que la venganza”. Fue el primer indulto presidencial en la historia de ese país.

Desde aquel momento ha habido muchos indultos, naturalmente. Incluidos los referidos a delitos cometidos bajo leyes estatales, lo que compete a los gobernadores de cada estado y que no tienen la repercusión de los indultos de delitos federales. Algunos de esos indultos han sido muy controvertidos y cuestionados por la opinión pública, como el que el presidente Gerald Ford otorgó a Richard Nixon en 1974. Otros han sido aceptados y todavía hoy generan emoción, como el que concedió el presidente Jimmy Carter a los insumisos de la guerra de Vietnam declarando una amnistía incondicional el mismo primer día de su mandato, el 20 de enero de 1977, cumpliendo su promesa electoral en este sentido. 

No se quedaron atrás otros presidentes, destacando Bill Clinton, que, entre otros indultos, concedió uno en 2001 a su hermanastro Roger por un delito relacionado con tenencia de cocaína que databa de 1985. Y Donald Trump, que indultó de delitos de evasión fiscal, manipulación de testigos y donaciones ilegales a campañas políticas al condenado Charles Kushner, magnate inmobiliario, suegro de su hija Ivanka y padre de un asesor del presidente. Ya comienza a salir la familia, como ven.

Y ahora llega –bueno, se va– el presidente Joe Biden. En una decisión inesperada, dado que llevaba años insistiendo en que no indultaría a su hijo Hunter, lo acaba de hacer, el pasado 2 de diciembre. Lo ha indultado de manera “total e incondicional” de delitos de posesión de arma de fuego y de fraude fiscal. Claro, la familia es lo primero –¡family first!–. Lo sería para cualquiera, desde luego. Solamente que el resto no tenemos el privilegio de tomar decisiones semejantes. 

Al dar a conocer su decisión de indultar a su hijo, el presidente Biden aseguró que sigue creyendo en el sistema judicial –¡menos mal!–, pero que “la política ha infectado este proceso y ha llevado a un error de la Justicia”. O sea, que el presidente decide por sí mismo si la justicia actúa correctamente o no, más allá del recorrido del caso y de las definitivas decisiones judiciales. Y ¡cómo no le iba a parecer un error que su querido hijo hubiera sido enjuiciado y condenado!. Se lo parecería a cualquier padre y madre. Y así lo expresó, sin tapujos ni recato alguno al decir: “Espero que los estadounidenses comprendan por qué un padre y un Presidente tomaría esta decisión”. Que sí, Biden, que lo comprendemos perfectamente, incluso no siendo estadounidenses. 

Pero ni siquiera todos los estadounidenses lo han visto así. No han sido solamente los republicanos quienes han manifestado su vergüenza y rechazado este indulto, sino también algunos demócratas que han considerado que Biden se ha equivocado, que el procesamiento de su hijo no tuvo motivaciones políticas y que se trata de un mal precedente del que posteriores presidentes podrían abusar.

Pues el presidente Biden ha seguido indultando posteriormente: lo ha hecho con 39 personas condenadas por delitos no violentos y ha conmutado sentencias de unas 1.500 personas que estaban en arresto domiciliario y acerca de las que se ha argumentado que se han reintegrado con éxito a sus familias y comunidades. Parece, además, que Biden estudia varios miles de peticiones de clemencia antes de cesar en el cargo. Veremos su alcance que, en todo caso, no servirá para diluir ni disimular el escándalo causado por el indulto a su hijo.

En nuestro Estado, como es bien sabido, existe la prerrogativa del indulto. Una prerrogativa constitucionalmente prevista y regulada en una Ley de 18 de junio de 1870, que ha tenido mínimas modificaciones en 1988 y 2015. Según la Ley, el Gobierno puede promover indultos incluso sin mediar solicitud, siendo su tramitación muy sencilla: basta con que el Tribunal sentenciador emita informe sobre las circunstancias personales y las más relevantes de la Sentencia y un “dictamen sobre la justicia o conveniencia y forma de concesión de la gracia”, debiendo también informar el establecimiento penitenciario –si a persona está presa–, así como escuchar al Ministerio Fiscal y a la parte ofendida, si la hubiere.

Y de este modo, sin más, el Gobierno tomará la decisión que estime procedente, que plasmará en un Real Decreto, con un altísimo grado de discrecionalidad, debiendo recordarse que su finalidad principal es la de evitar los resultados no deseados de un excesivo rigor en la aplicación de la norma penal. 

Discrecionalidad que se manifiesta en la nula motivación de estas decisiones de indulto –pueden ustedes comprobarlo en cualquier supuesto, incluso en los que han sido más controvertidos en los últimos años–. En efecto, cualquier Real Decreto de indulto expresa habitualmente que se concede el indulto, tras recordar los delitos cometidos y las penas a las que la persona había sido condenada, sin razonamiento alguno para conceder esta gracia. Algo que es muy llamativo y preocupante, si tenemos en cuenta que un porcentaje no desdeñable de indultos se concede a personas condenadas por delitos vinculados a la corrupción política y/o conectadas con el poder.

Siempre es tiempo y ocasión para plantearnos una nueva regulación del indulto, para debatir sobre si conviene o no reservar la concesión de indultos a los Gobiernos –algo común, por otra parte, a la mayoría de países de nuestro entorno–, sin control ni limitación alguna. Es tiempo de debatir si no cabría un control parlamentario, siendo así que es una actuación del Gobierno y que en la reforma operada en 2015 en la Ley de indulto se introdujo la obligación del Gobierno de remitir semestralmente al Congreso un informe sobre la concesión y denegación de indultos, así como la comparecencia de un alto cargo del Ministerio ante la Comisión de Justicia a este respecto. Si bien es cierto que, dada la nula exigencia de motivación de la decisión sobre el indulto, tal control no tiene hoy mayor alcance que el de conocer el número de indultos concedidos y denegados y las personas afectadas, pero no las razones para ello.

En definitiva, que parece necesaria, en mi opinión, una reforma profunda de la regulación del indulto. Una reforma para que, al menos, se determinen las razones tasadas por las que pudiera concederse y para que la decisión estuviera suficientemente motivada, evitando la arbitrariedad prohibida por la Constitución. ¿O cómo llamaríamos al indulto de Hunter Biden concedido por su padre?.

Pero, ya saben: family first

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