La infancia peligrosa

22 de septiembre de 2023 22:28 h

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¿Puede un niño ser un criminal? ¿Un peligroso delincuente? ¿Podemos permitirnos como sociedad abordar el tema de la responsabilidad penal de las personas menores de edad de la misma manera que si fuera una persona adulta? ¿Sirve de algo rebajar la edad penal y endurecer la ley? La respuesta legal y experta es que no, y que, en todo caso, estas cuestiones no deben resolverse al calor de la alarma social de casos como los que hemos conocido esta semana, la violación grupal de Badalona o las imágenes de los desnudos falsos de la niña de Almendralejo.

El punto de partida –desde mi experiencia en la puesta en marcha y desarrollo de uno de los primeros centros de día que hubo en Madrid para el cumplimento de medidas judiciales en medio abierto para personas menores de edad desde un enfoque educativo y transformativo (hace algo más de una década)– es que cuando en la vida de un chaval o de una chavala entra el sistema penal para señalarlo se pone en evidencia un gran fracaso social, educativo y comunitario. Todo lo importante ha fallado o nada ha funcionado. 

La existencia de niñas y niños, de adolescentes que cometen hechos tipificados en el Código Penal como delitos delata las fisuras de un sistema de políticas públicas incompletas que no llegan a los lugares para los que fueron diseñadas y aprobadas. La comisión de un delito por una persona menor de edad debería interpelarnos y alertarnos puesto que se trata de llamada de atención, de alarma… de una señal de que algo estamos haciendo mal, muy mal; de que nuestro mundo no es el referente deseable para una infancia y adolescente que aprende rápido, también lo malo. La pregunta a hacerse es, ¿por qué delinquen nuestros hijos?, ¿nuestros sobrinos?, ¿los hijos de nuestras amigas?, ¿unos niños?… porque esos chicos y chicas no son engendros ajenos a los vínculos afectivo, educativos y sociales que les sostienen y deberían acompañarlos. O acaso creemos que la violencia es genética. Quizá sea más acertado pensar que la violencia está en los genes de una sociedad machista, racista y patriarcal, de ahí la recurrente frase feminista que habla de “los hijos sanos del patriarcado”.

Lo cierto es que lejos de adoptar una actitud de autocrítica, nos llevamos las manos a cabeza como si estos “chicos malos” fuesen monstruos, ellos, sus familias... Se disparan en esos momentos de forma automática los prejuicios, los estereotipos, las creencias erróneas y buscamos una explicación en modo de lógica monofocal, la culpable esta vez es la pornografía. ¿Ya está? ¿Eso es todo? La lógica monofocal se olvida del análisis, de los expertos y de la experiencia. Se olvida del contexto, de los nexos que hay entre estos hechos y otros factores, tanto individuales como sociales, escolares, familiares y económicos, y que son fundamentales para evitar que esas conductas se repitan en los mismos sujetos, pero también en contextos parecidos, para evitar el efecto contagio, pero sobre todo para que sus autores comprendan, se arrepientan, se avergüencen, asuman su responsabilidad, no lo hagan nunca más y reparen a las víctimas. 

El fracaso escolar, el encumbramiento de determinados valores asociados y comportamientos, el consumo de sustancias, los problemas emocionales, la desigualdad, la falta de supervisión adulta por falta de tiempo, la violencia sufrida, las negligencias profesionales, el rechazo, problemas de autoestima… Son multitud los factores que hacen que un niño, una niña o una persona adolescente actúe de una forma que consideramos monstruosa o terrible, y no es precisamente la genética. Los niños no nacen malos, si así fuera no habría toda una línea de trabajo desde lo socioeducativo, lo psicológico y lo comunitario que ignoran quienes alzan la voz pidiendo mano dura.  

Cuando se habla la integralidad de las leyes, de la LOPIVI y de la Ley del sí es sí, cuando se habla de sensibilización, buen trato, prevención y educación es de esto de lo que se habla, de partir de las problemáticas, de la dificultada social y la conflictividad que protagonizan niños, niñas y adolescentes para ofrecer respuestas y alternativas que, poniendo en el centro a las víctimas, partan de la idea de que estamos ante seres en desarrollo, en procesos de aprendizaje y de crecimiento, personas capaces y responsables pero sin olvidar que esta capacidad y responsabilidad está en función de su edad y no solo de los hechos. Si el punitivismo nunca es la respuesta mucho menos lo es cuando estamos hablando de personas menores de edad, donde la llamada “reeducación” cobra un sentido de oportunidad cuando prima el conocimiento especializado de cientos de profesionales que trabajan en ámbitos que saben materializar la “reinserción” desde un enfoque de derechos de la infancia, también de la mal llamada “infancia peligrosa”. Nuevamente la especialización, la individualización, el enfoque de derechos y la justicia transformativa como elemento clave para hacer de contrapunto a la ideología correctiva y el enfoque punitivo. Nuevamente decidir donde se dirige la palabra y, en consecuencia, la inversión económica, si en el castigo o en la transformación social.

Este enfoque no es incompatible ni está reñido, ni mucho menos con los derechos de las víctimas, con su recuperación y la reparación psicológica, económica y simbólica. Es más, debería ser compatible, y podría ser compatible si se acometiese una reforma íntegra de la Ley Responsabilidad Penal del Menor de 2000, que a estas alturas es una norma llena de parches dada la cantidad de reformas que ha sufrido. Una reforma que tuviese en cuenta las recomendaciones que diferentes organismos vienen haciendo a España y que tuviese en cuenta ese modelo de justicia que no da la espalda a las víctimas, pero tampoco las razones, factores y causas que hacen que algunos chicos y chicas menores de edad estén en situaciones de conflicto social.

Uno de los mayores peligros que tiene la desinformación cuando proviene de medios de comunicación fiables es contribuir a la sensación de alarma, al alarmismo. Algo que es como un muelle para esos políticos que prefieren calmar a la opinión pública antes de analizar y abordar rigurosamente las problemáticas. Para evitar esa configuración alarmista de la realidad es muy importante acudir a las y los expertos y, también, a las estadísticas. Lo hemos visto con el tema de las denuncias falsas en las violencias machistas, con el de la inmigración y las agresiones sexuales o con el de la ruina de las empresas y el SMI. Y lo podemos ver con el tema de “los menores” y la violencia sexual si nos pasamos de frenada emocional. Insisto el análisis sosegado no está reñido con el apoyo a las víctimas, especialmente cuando estamos hablando de personas menores de edad en todos lo supuestos. 

Una última reflexión que es más bien una invitación a preguntarnos hasta qué punto, como personas adultas, creemos que nuestras condiciones de vida y los entornos escolares, familiares, vecinales, deportivos, sociales… apuestan por una cultura del buen trato, respeto, cuidado, pasar tiempo y escucha a las niñas, niños y adolescentes. O más bien, se contribuye a esa pedagogía de la crueldad que conceptualiza Rita Segato. Es decir, se normaliza, e incluso se niega, la violencia contra las mujeres, los diferentes, los migrantes, los pobres… hasta el punto de perder los umbrales mínimos de empatía, hasta el punto de des-sensibilizarnos completamente al sufrimiento de las y los otros. Es en este punto, se me viene a la cabeza muchas situaciones (seguro que a ustedes también) sobre el trato y el espacio que dejamos a la infancia y la adolescencia en nuestras vidas. Las cifras de problemas de salud mental, de intentos de suicidio, de trastornos de alimentación, de adicción a las nuevas tecnologías, de consumo de alcohol, de… están ahí. La pregunta es dónde estamos nosotros, donde estamos nosotras, donde está la tribu. ¿Dónde? No caigamos en la lógica punitiva de pensar que hay niños peligrosos y hay niños en peligro, pensemos que hay niños y son parte de nuestra responsabilidad.