Los monárquicos tendrían que leer a Zarzalejos para aprender a ser monárquicos. Decentes, dignos, de moral conservadora y escasamente dispersa, pero, además, monárquicos. También aprenderían por encima de todo a ser inteligentes a la hora de defender aquello en lo que creen. Por eso el periodista siempre ha repudiado la actuación del emérito en su vida privada para defender el porvenir de Felipe VI. Porque cualquier persona con un mínimo de conocimiento sabe que el camino más corto para que España pueda algún día plantearse un cambio en el modo de organizar la jefatura del Estado es practicar un halago baboso sobre Juan Carlos I que no asuma la ejemplaridad pulcra para el cabeza de la Casa Real.
Con náuticos en el náutico, mucho dinero y muy poca vergüenza, se ha aplaudido con fruición al defraudador. Quizás algunos se creían que los que se van de regatas eran fieles adoradores de Pablo Iglesias y esperaban alguna sanción al pilar fundamental de sus privilegios. Los aplausos han validado a un señor que ha usado la jefatura del Estado y el nombre de España para sacar millones de euros a cuentas en Suiza, fundaciones con nombre en latín y paraísos fiscales a los que acudir en vuelos pagados por testaferros. El amigo de los sátrapas árabes utilizó su papel institucional para hacer una fortuna al margen de las aportaciones que le correspondían por su rol constitucional, que para el emérito solo era un papel que pervertir para firmar suntuosos negocios. No se comprende que la derecha valide el comportamiento que su hijo, Felipe VI, censuró de forma pública con un comunicado en el que le repudió para retirar su asignación. Cada aplauso al emérito es una puñalada a la autoridad del actual rey.
Deslegitimar a Felipe VI se comprende desde el punto de vista republicano. Es nuestra labor, pero nunca creímos que el papel encomendado a los que creen en una jefatura del Estado democrática sería realizado de forma brillante por los monárquicos. La conjura contra el actual rey se realiza de forma pública, ante las cámaras, con vuelos privados carísimos y fines de semana de regatas. El emérito es republicano. No se entiende de otra manera. Republicano con su hijo y con la reina Letizia. Sabe que morirá siendo rey por la gracia del PP y del PSOE y habiendo tenido una vida disoluta, divertida y de crapuleo, sin abrir la cartera, a gastos pagados, no va a tolerar los desprecios que su familia le quiere proferir. Sabe que su exhibición vergonzante de estos días le pasa la factura a los que siente que le han traicionado en Zarzuela y disfruta la venganza.
Una dinámica muy evolucionada del vasallaje pide al emérito que pida perdón para poder pasar página, olvidarlo todo y así permitirles vivir con su vergüenza. Majestad, pida perdón y así nosotros, sus vasallos tristes, podremos mirarnos al espejo, piensan. Pero el emérito no tiene que pedir perdón por nada, tiene razón en su cerrazón a reconocer que ha hecho algo mal. Porque nuestro sistema se basó en un acuerdo tácito entre instituciones, partidos y fuerzas vivas del empresariado para que el monarca pudiera enriquecerse de forma ilícita a cambio de que actuara como relaciones públicas, sus comisiones eran conocidas y promovidas por todos aquellos que ahora que le han pillado quieren que pida perdón. Todos lo sabían, todos estaban de acuerdo, por eso el emérito no soporta el cinismo de quienes ahora escandalizados le piden cuentas y que se humille. El monarca solo ha hecho aquello que lleva haciendo toda su vida con la connivencia del sistema. No es el rey quien tiene que pedir perdón, sino aquellos que construyeron un sistema destinado al latrocinio regio a espaldas del pueblo. Hace usted bien, Juan Carlos. Que se disculpen ellos.