México es un país con una profunda herencia religiosa en su cultura. Las raíces mesoamericanas son hondas, así como su imbricación con el catolicismo aportado por los misioneros españoles. Este mestizaje cultural explica ampliamente los rasgos de nuestra identidad. Los antropólogos observan notables sincretismos entre las celebraciones, fiestas y conmemoraciones populares en las tradiciones, saberes y conductas propias de lo mexicano. Sin duda, la mayor de todas es el culto a la Virgen de Guadalupe, la advocación mariana más importante del continente americano. Una Virgen morena con rasgos indígenas, madre bondadosa que consuela y acompaña a los más pobres y marginados de un país tan desigual. No es casualidad que su santuario, al norte de la Ciudad de México, sea visitado por más de 20 millones de peregrinos cada año. El culto guadalupano se encuentra ahora en plena expansión hacia el sur de Estados Unidos.
La Iglesia católica es una de las instituciones más importantes del país. En el siglo XIX y parte del XX, la Iglesia enfrentó la modernización de los sectores liberales del país. Bajo el concepto de guerra justa, la Iglesia católica se involucró en dos acometidas civiles que perdió: la guerra de Reforma en el siglo XIX y la llamada Guerra Cristera, en 1926. Esta última fue el levantamiento armado de católicos contra los primeros gobiernos emanados de la revolución de 1910. Esto explica por qué México posee una de las legislaciones más restrictivas en materia de libertades civiles hacia las Iglesias. Se establece una tajante separación entre ellas y el Estado. Los actores religiosos no pueden involucrarse en la política pública y tienen prohibido participar en los procesos electorales; las Iglesias no pueden poseer medios televisivos ni sus ministros ocupar cargos públicos. Pese a los impedimentos legales, la Iglesia católica tiene de facto una enorme incidencia en la agenda pública y guarda estrechos nexos con el poder y sus élites. El episcopado es uno de los más conservadores de América Latina. Los obispos fueron literalmente regañados por el papa Francisco, durante su visita a México en febrero de 2015, que les reprochó ser príncipes y no pastores.
La irrupción de evangélicos pentecostales, como en casi toda América Latina, ha representado la politización del factor religioso. Su incidencia crece entre los sectores populares. La incursión pentecostal en la política introduce una moral conservadora y teocrática. El presidente Andrés Manuel López Obrador parece entender este deslizamiento político cultural. Se declara cristiano y seguidor del Jesús de los pobres y desamparados. Pese a ser católico, ha hecho alianza con evangélicos. De forma recurrente utiliza referencias religiosas en su discurso político. Pretende apoyarse en las Iglesias para recuperar valores perdidos en el tejido social popular que ha sucumbido a la violencia y la cooptación del crimen organizado. Se siente salvador de un país destrozado. Dicha postura ha sido muy criticada por adoptar supuestas actitudes político-mesiánicas.
México es un país con más del 55% de pobres. Por su frontera con el gran mercado norteamericano, es territorio de asentamiento del narcotráfico y grupos del crimen organizado. La crueldad y la violencia alcanzan la fe en el culto a la Santa Muerte –una herejía católica–, diversos cultos narco satánicos y vínculos que alcanzan a la propia Iglesia católica, mediante las narcolimosnas. Los vínculos entre religión y violencia son oscuros e impenetrables.
El último censo de población indica una persistente caída de los católicos: el 77,7% de la población se dice católica; el 11,2%, protestante o cristiano evangélico; el 2,5% afirma ser creyente sin adscripción religiosa; y el 8,1% se declara sin religión. La reconfiguración del factor religioso en el México contemporáneo es un hecho en ruta.