El insulto como estrategia política
Los insultos suelen ser los argumentos de quienes carecen de argumentos. Sin duda, una frase ingeniosa, una ironía bien trabada o una expresión burlesca pueden adornar un razonamiento, pero la descalificación personalizada como estrategia de destrucción se sitúa en un plano muy distinto. El ataque meramente ofensivo siempre es un signo de indigencia mental.
En nuestras instituciones ha aumentado bastante la agresividad verbal en los últimos años. Además, la ramplonería en la discusión colectiva se ha acentuado. Ese descenso alarmante en la calidad del debate público se ha reflejado en los indicadores internacionales que evalúan a nuestro país. Es cierto que el recurso al insulto se ha producido de forma puntual por cargos públicos de todo el espectro ideológico. Pero es igualmente cierto que no resulta equiparable una actuación individual con una estrategia premeditada como seña de identidad.
Los discursos ultraconservadores avanzan en nuestro país y en otras partes de Europa. Están valiéndose de métodos que no son nuevos y que han sido analizados en su contexto histórico. Los fascismos incorporaron desde sus orígenes ese discurso incendiario, plagado de falsedades, injurias y desautorizaciones de las instituciones democráticas. Eran herramientas centrales en sus planes de asalto al poder.
El contraste con los planteamientos democráticos es sustancial. Al igual que los derechos humanos, la democracia moderna es hija de la racionalidad ilustrada. Implica un análisis colectivo de los problemas sociales, a partir de los datos que resultan probados o que se pueden acreditar. Como enfatizaba Manuel Azaña, la democracia debe ser el estadio más elevado de la cultura.
En cambio, la irracionalidad de las arengas totalitarias se dirige más a las emociones primarias. Es habitual la búsqueda de chivos expiatorios hacia los que encauzar los odios sociales. Victor Kemplerer nos explicó cómo el nazismo animalizó a quienes consideraba sus enemigos. La caracterización de los judíos como ratas fue una de sus constantes. A través de patrañas masivas sobre conspiraciones apocalípticas o maldades inventadas, se lograba el apoyo de sectores sociales manejables. Con toda razón, Antonio Machado afirmó que el arma más destructiva del fascismo era la mentira.
Los planteamientos ultraconservadores han cambiado, porque las sociedades actuales son diferentes de aquellas en las que surgieron los fascismos. En realidad, en gran parte estamos ante fenómenos novedosos. Los grupos actuales más implantados no preconizan el uso de la violencia, ni cuentan con grupos paramilitares. Aceptan formalmente el sistema democrático y no anuncian su destrucción, aunque niegan la legitimidad de los resultados electorales cuando no les benefician. De momento, los riesgos consisten en que podamos transitar hacia democracias autoritarias, con limitaciones de los derechos de las mujeres, de los migrantes o de personas por su orientación sexual.
Sin embargo, el uso del irracionalismo en la estrategia mantiene visibles continuidades. La naturaleza humana no se modifica tan fácilmente y siguen siendo viables las tácticas de manipulación emocional. Lo podemos detectar en nuestro país con ese recurso al insulto permanente, a la fabricación de bulos masivos, a las teorías conspirativas más variadas. Como sabía Mark Twain, la historia no se repite, pero a veces rima.
Ante esas estrategias, los demócratas no deberían jamás abandonar las perspectivas racionales. Entrar en las dinámicas de las diatribas ultraconservadoras supone aceptar su marco conceptual y debilitar el sistema democrático. La regla general es que el insulto desprestigia más a quienes lo emiten que a quienes lo reciben. Más aún: una cosa es insultar y otra dar trigo. Sin embargo, eso puede cambiar en situaciones excepcionales de incertidumbre económica, social e identitaria, sobre todo si los gobernantes llevan a cabo una gestión desacertada. Los riesgos son aún más elevados si hay serias divisiones entre los demócratas.
Como demuestra la historia, la insatisfacción social puede llevar a multitudes descontentas a adherirse a proclamas altisonantes de tipo falaz. Es fundamental siempre examinar si el Estado democrático está gestionando adecuadamente las demandas ciudadanas. Una pregunta muy pertinente siempre ha sido por qué un pueblo culto como el alemán pudo permitir la expansión del nazismo. Daniel Goldhagen encontró una respuesta: la seducción de un discurso plagado de mentiras, insultos y temores imaginarios que pudieron propagarse en un contexto adecuado.
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