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Intelectuales

Hace unos días, Ignacio Sánchez Cuenca en un artículo suyo, Intelectuales y frívolos, retomaba una crítica a los intelectuales en general y de un modo muy concreto a los más establecidos en la vida pública madrileña y española. Su texto, agudo y crítico, es polémico y no cabe entrar aquí en los detalles de esa polémica pero por mi parte coincido con el fondo del artículo: también yo desconfío de los intelectuales. Intelectuales como el propio Sánchez Cuenca. Por mi parte diré que mi espejo me ofrece imágenes de gente que tampoco es de fiar.

Desconfío de esa gente porque es belicosa, no sólo defienden ideas y argumentos, también combaten las ideas y argumentos de los contrarios. Como toda actividad humana, lo que hacen es algo personal, así que sus enfrentamientos son inevitablemente personales. Los intelectuales son como los niños, se pegan y a veces se hacen daño.

La hinchada de los clubes de fútbol escenifica enfrentamientos de intereses diversos, sociales y nacionales. Hay quien se ve representado en un club de fútbol al que considera genuinamente popular y hay quien opta por el que considera elitista, quien sigue a un club madrileño porque es españolista y quien sigue a uno barcelonés porque es catalanista o cuestiona el centralismo... Incluso hay gente tan rara que sigue a un equipo simplemente porque le gusta el juego que practica.

En cierto sentido, los intelectuales escenifican para una parte de la sociedad más reducida los mismos enfrentamientos de intereses e ideológicos. Hay quien desdeña a la hinchada de los clubs de fútbol por agreste y maleducada pero, bajo la ironía y el sarcasmo mordaz, puede entre los intelectuales haya tanta violencia o más. Una violencia reprimida pero comprimida en las palabras.

Quien haya jugado a hablar en público y participado en esa teatrería que son las “mesas redondas”, sabe perfectamente lo que es jugar en campo contrario, defender una argumentación que el público que te está escuchando aborrece. El público tampoco es neutral. Y hay en la arena intelectual también jugadores de mal carácter, autoritarios, violentos e hinchadas cerriles que no respetan el juego del contrario. Y los hay que atraen hinchada propia.

Hemos argumentado aquí reiteradamente por el derecho y por el revés que las décadas desde la muerte de Franco son una etapa histórica que ha concluido, que el Estado franquista reformado en un sentido democrático tiene a todas sus instituciones en crisis, que la crisis económica fue la puntilla a la extenuación del sistema político. Una crisis así seguramente dará paso a una nueva etapa constituyente, lo contrario sería una crisis existencial absoluta. Un indicio mínimo pero significativo es la crisis del sistema intelectual español, que existía de modo ordenado, cada personaje con su discurso y su matiz, unos en las páginas de este diario y otros en la de otro.

Sin duda, el centro del debate ilustrado era El País, un periódico que fue un fenómeno único y que solo se explica por la debilidad de una democracia improvisada y la ansiedad de una sociedad que necesitaba ansiosamente referentes culturales y cívicos. Quienes leímos esas páginas con menor o mayor distancia, pero siempre con interés, no habíamos nacido en democracia. Franquistas o antifranquistas, algunos intentábamos aprender inseguros lo que es vivir en democracia, y por su parte la mayor parte de la prensa provenía directamente del franquismo. Ese diario concentró muchas expectativas y atrajo mucha creatividad, para muchas personas fue una guía de opinión, de gustos y una verdadera señal de identidad personal.

Pero pronto se estudiará la desaparición de un especímen antropológico, el seguidor de un único diario en el que confía: hoy casi todo el mundo elabora su opinión a partir de informaciones mezcladas sacadas del papel, radio, televisión o internet. Ya no hay periódicos de referencia, hoy no hay cabeceras, guías ni autoridades morales de referencia. Y los intelectuales ya no son lo que eran, porque los medios de comunicación ya no son lo que fueron y la sociedad ha cambiado.

Por otro lado, otra prueba de que ese sistema intelectual ya es pasado es que hemos contemplado el viaje vital de esos personajes que protagonizaron esas décadas. Se puede decir que cada uno está al fin en su sitio. Hemos visto de todo, intelectuales que comenzaron en la extrema izquierda y acabaron en la extrema derecha, militantes de ETA o defensores de sus bases políticas que se pasaron al nacionalismo españolista más extremo. En algunos casos, las peripecias y avatares ideológicos fueron acompañados de desplazamientos físicos desde el País Vasco, Barcelona u otros lugares hacia Madrid.

Hay que hacer constar que, de acuerdo con su trabajo, en cada momento tenían perfectamente estructurados sus argumentos y supieron defender alternativamente con igual salero polémico antes una cosa y luego la contraria. Y siempre desdeñando a los que pensaban distinto. Si algo no abunda entre intelectuales es esa cosa tan vulgar llamada humildad. Con algunos intelectuales reputados ocurre que, si uno se queda quieto en su lugar y deja correr los años, puede verse señalado por su dedo desde la izquierda y, posteriormente, desde la derecha, desde el norte y desde el sur. Así pues, por su naturaleza subjetiva, el intelectual es contradictorio y debemos comprender que el uso de ese producto tiene contraindicaciones. Tienen más o menos peligro y se deben usar con moderación.

El intelectual puede y debe argumentar razonada o razonablemente, pero lo hace siempre desde un lugar ideológico. Por eso no se debe aceptar el encubrimiento de la posición desde la que se opina: todos defendemos unas posiciones que cuestionan otras, todos defendemos intereses y, en último término, nuestros propios intereses. Ningún intelectual es imparcial ni sobrevuela. En coherencia con eso, no entiendo las recriminaciones a quien de modo público toma partido por una causa, una posición o incluso un partido. Los partidos políticos deben estar sometidos a crítica y hay muchos motivos para criticarlos, pero me parece legítimo que un intelectual se comprometa con un partido de un signo o de otro, si es que se ve representado ahí. El argumento de que un intelectual deja de merecer atención por haberse comprometido con una opción política o un partido me parece una argucia que oculta un cruce de la hipocresía católica tradicional con la cultura política franquista que estigmatizó la política democrática.

Lo del compromiso del intelectual es un asunto manido y aburrido, lo que importa es el compromiso de cada persona con su comunidad, solo hay ciudadanía si hay ciudadanos y ciudadanas comprometidos. No debe haber vergüenza en comprometerse públicamente con naturalidad. Las críticas al “militantismo” de intelectuales que exponen públicamente su posición y se exponen esconde que intelectuales supuestamente aéreos e inmaculados escriben en una publicación financiada por esta u otra entidad, en un grupo de comunicación con estos u otros intereses y línea ideológica, colaboran con esta o aquella fundación... En realidad, un intelectual debiera responder siempre con claridad a una pregunta natural que en gallego decimos: “E logo ti de quen vés sendo?” (“¿Y tú de quién eres?”).

Como decía, tras estas décadas cada uno está en su lugar, todos tenemos una posición aunque haya quien prefiera ocultarla. Todos escribimos de parte, y los que señalan nuestras manchas públicas y las reprueban suelen tener mucha mierda escondida en casa.

Por otro lado, en consonancia con la evolución de la democracia española, los restos del sistema intelectual levantado durante las décadas de esta restauración democrática caben en una única opción que es transversal a las cabeceras de prensa madrileña, un campo más o menos conservador con leves matices. Desaparecido el diario Público, en Madrid queda la prensa que fue inmisericorde con los gobiernos de Zapatero, con lo que ello significa.

Cada uno es cada uno y vive consigo mismo, no todos tenemos que ser ni comportarnos del mismo modo, tampoco hay un modo único de practicar ese papel de intelectual. Pero, a mi modo de ver, un intelectual democrático se comporta del modo contrario a Tartufo. Todos nos equivocamos y, al final, hacemos lo que podemos, pero quien haya participado en los debates públicos en las pasadas décadas tiene motivos para reflexionar, ser autocrítico y, sobre todo, humilde. Para poder reciclarse; reciclarnos, si se me permite.