Tras aquel intento de Zapatero, una nueva transición

La presidencia de Zapatero, sin él saberlo entonces, fue un último intento de mantener vivo el sistema político y la constitución vigente y, quizá, la última oportunidad de que España fuese un proyecto aceptado y compartido, una casa en la que vivir.

Lo que afrontamos ahora, la presidencia de Rajoy y sus consecuencias, es lo que vino tras aquel fracaso. La traca final de Rajoy es la explosión de su política con Catalunya, una explosión que se cargó las últimas estructuras de la Justicia, tras apoderarse del Constitucional acaba ahora con la Fiscalía. No hay palabras para describir este final de época.

Lo que hace tres meses estaba fuera del tablero hoy ocupa el centro: la crisis del régimen político y del estado reformado en la Transición. La Constitución era un tótem indiscutible, si alguien planteaba cambios constitucionales te señalaban y te sacudían con el tal texto sagrado, hoy ya todos hablan de pintarla, reformarla, federalizarla o echarla abajo y construir un edificio nuevo.

La ruina de ese edificio político viene de lejos, graves defectos de construcción, pero se precipitó tras el intento de José Luís Rodríguez Zapatero. Con la perspectiva actual, es evidente que se equivocó confiando en las bases del modelo económico español, la crisis económica desmintió dolorosamente aquellas ilusiones. Pero, dejando aparte las políticas de contenido democrático acerca de las mujeres y los homosexuales, Zapatero intentó actualizar el sistema político tapando tres agujeros que se mantenían abiertos y hacían invivible el edificio para una parte de sus vecinos.

La Ley de Memoria Histórica, pretendió solucionar un problema que los pactos de la Transición dejaron sin resolver, la reivindicación del bando derrotado por el fascismo y el reconocimiento de las víctimas. Respondiendo a aquella intención de reformar lo existente para evitar una ruptura, la ley no amparaba los juicios a franquistas con responsabilidades criminales y quienes consideraron que eso era una limitación innegociable la criticaron desde la izquierda. Pero quien verdaderamente la combatió con acusaciones terribles y finalmente la anuló al llegar al gobierno fue la derecha.

La reforma del estatut catalán fue el intento final de que la conciencia nacional catalana cupiese dentro de la Constitución. El desgaste del sistema también se sentía en la sociedad catalana con su autogobierno y, desde la segunda legislatura de Aznar, marcada por un españolismo beligerante, se inició un proceso de revisión de la situación de Catalunya dentro de España y un sensible aumento del independentismo. El estatut planteado por Pascual Maragall era una respuesta a la creciente demanda nacional encajando a Catalunya en España, su propuesta de una doble capitalidad del estado o, al menos, que algunas instituciones tuviesen su sede en Barcelona es significativa de su voluntad de encaje.

La retirada de tropas de Irak y la Alianza de civilizaciones suponía recuperar cierta autonomía, ya que no soberanía completa, en la política exterior. Aznar, el hiperpatriota español había entregado los restos de soberanía a EE.UU., a cambio de su reconocimiento particular como personaje subalterno a Bush y sometió sin fisuras la política exterior a EE.UU e Israel. La Alianza de civilizaciones cuestionaba de frente ese esquema y afirmaba una posición propia.

Liquidado esa herencia, junto con el desplome de la protección social del estado y el recorte de las libertades de la ciudadanía, por este Gobierno neofranquista, ¿qué queda? Lo que queda es, efectivamente, un nuevo proceso constituyente en una nueva época. Pero un proceso constituyente es una transición a un modelo nuevo. ¿Transición hacia dónde?