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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Interlocutoras

Desde que conocí a Núria Güell en Beirut, la considero mi oráculo. Hace tres años  nos citamos en una calle muy fiestera de la capital del Líbano. Recuerdo que era de noche y que nos sentamos en una mesa coja bajo una luz verde de neón. Yo apenas sabía nada sobre sus obras de arte político, ni de su melena cardada o sus ojos de pitonisa. Mientras Núria mordía un bocadillo chorreante, me contó en lo que estaba trabajando, algo relacionado con los vínculos entre las casas de subastas más prestigiosas de Londres y las ruinas de los templos Sirios destruidos por el ISIS. Me dije que aquello parecía peligroso, ilegal. Que podría ganar un Pulitzer.

A menudo, Núria Güell llega más lejos y más hondo que buena parte del ensayismo y del periodismo patrio. Precisamente porque excava en los asuntos que se deslizan por las portadas de medio mundo, y porque su arte no es nunca un objeto ni una instalación, sino que sucede −lo que vemos expuesto solamente es una fotografía o resumen de lo que ella provocó−, la artista catalana aparece poco por aquí. Cuando lo hace, me siento como una niña que ve llegar la carroza de la vidente a lo lejos. Es una sabia que no responde preguntas, sino que desvela las preguntas que me asaltarán en el futuro.

Hace poco pude ver el último trabajo de Núria Güell, la pieza audiovisual De Putas. Un Ensayo sobre la masculinidad. La artista pagó a nueve prostitutas de Girona y de León para que dedicaran su tiempo a reflexionar sobre los mandatos de la masculinidad hegemónica, describiendo los patrones de comportamiento, los miedos y anhelos de los hombres que cada día pagan por sus servicios. La mitad de las entrevistadas trabajan solas en la carretera, y la otra mitad, en pisos alquilados por su cuenta.

“En la calle no sé por qué se hacen los machos, porque aquí son totalmente distintos”. “Desde mi punto de vista, el machismo que la mujer sufre en su vida diaria, en su pareja, en su trabajo, en esta profesión se sufre muchísimo menos. El hombre que viene aquí es muy raro que exija nada”. “A los clubes van los que se creen machos. […] Les gusta ir con los amigos a lucirse, tocarle el culo a una, y a lo mejor no follan ni nada”. “La mayoría de las veces es desahogo personal. A veces pienso: ¡Madre mía!, ¡se gasta el dinero y sólo esta hablando!”. “Tienen vergüenza a quedar mal, de que no te guste. Más que poder yo lo veo como algo infantil, porque si yo pago me da igual si te gusta o no. Sin embargo, ellos quieren que te guste”. “El hombre es un ser humano igual que la mujer, con las mismas debilidades e incluso a veces más, porque tiene que desarrollar un rol. Tienen que ser importantes, poderosos, y creo que muchos están muy cansados”. “Para mí es mucho más fácil echar un polvo que aguantar a un señor, porque mientras echo un polvo voy pensando en qué voy a poner mañana de comer. Pero si estoy hablando con él, ahí entra ya mi persona, no es mi cuerpo. Tengo que escucharle, tengo que atenderle. Eso ya tiene otro precio”. “El hombre perfecto, masculino, no existe. Es un farsante. Tiene otra vida. Es un hombre falso. La verdad es otra”.

Estas son solo algunas de las reflexiones estas nueve mujeres contaron frente a la cámara. En la pieza discurren las digresiones tristes, divertidas, llenas de matices, propias de conferenciantes o de ponentes de Ted Talks. Escuchándolas, es fácil caer en la cuenta de que las trabajadoras sexuales son expertas en masculinidad, en virilidad, en hombría. Güell afirma que están legitimadas por su experiencia laboral, por la estadística (entre todas las entrevistadas, calculan haber estado con 9.000 hombres) y porque los clientes de prostitución no responden a un perfil de clase ni a una franja de edad concreta. Pero por encima de todo, la artista convoca a las prostitutas como expertas, porque se relacionan con los hombres cuando ellos están lejos de la mirada de los demás: “Ven comportamientos que nadie más ve”.

“Me está gustando esta entrevista”, le dijo una de las mujeres a Güell. Cuando oí esta frase, pensé que la artista nos reta doblemente con esta pieza. Por un lado, nos presenta un ensayo sobre la masculinidad que difícilmente puede ser más verdadero, cuidadoso y fiel. Las putas no hablan con odio de sus clientes, ni siquiera en un tono de burla. Hablan como mujeres con parejas y ex maridos que han vivido y viven una hombría con dos caras.

Conocen la masculinidad pública −agonizante, y que ellas mismas resucitan a cambio de dinero−, y otra íntima y secreta, caleidoscópica, que se oculta a la mirada de otros hombres y mujeres. Las entrevistadas hablan de una realidad paralela, de un mundo de vulnerabilidad confidencial, de subversión de roles, de hombría como performance; hablan del hombre agresivo y tóxico como personaje que siempre exige oxígeno y espectadores, que se da en la esfera pública de la vida −el hogar es esfera pública−, y en los burdeles. De modo que las personas menos sospechosas de poder revisar la masculinidad hegemónica y normativa se revelan como conocedoras de todos sus engranajes, y las únicas con un acceso privilegiado a las masculinidades alternativas, a una verdad subyacente. Güell incluso asegura que conocimiento de las prostitutas “subvierte totalmente la idea de un estado heterosexual”.

Pero, como las mismas protagonistas explican en el vídeo, todo este conocimiento se debe a que sus clientes, incluso los más amistosos y educados, las consideran solamente putas: seres que nunca hablan y que nunca son preguntados. Con este ensayo a nueve voces, Güell propone escuchar a estas mujeres como a unas catedráticas de silla de plástico y de cama recién hecha, nos las presenta como voces ineludibles a la hora de abordar uno de los grandes temas del presente −las nuevas masculinidades, el rol del hombre respecto al avance del feminismo−, y también sobre otros grandes debates como el machismo, la violencia sexual e incluso el trabajo emocional remunerado.

Y entonces, pensé, entonces ahí continúa la ecuación. ¿Cómo negar el habla a las trabajadoras sexuales en otros ámbitos de la vida? Como periodista feminista siempre me ha interesado la prostitución. Me he adentrado en ella en la medida en que he podido y desde distintos ángulos. He convivido con víctimas de trata, he conversado con mujeres que ejercen y no querrían, y he conocido a prostitutas que aman su trabajo, seres sensuales y sexuales a quienes les gusta comunicarse con su cuerpo y con pieles desconocidas. Existen. Algunas de ellas están actuando, ofreciendo herramientas legales y sanitarias a sus compañeras, enseñando a otras mujeres a sopesar los riesgos de esta actividad, a protegerse y a moverse al margen de los burdeles, los chulos y las grandes plataformas digitales. Algunas desearían ser escuchadas y sindicarse.

Todas ellas −víctimas, resignadas y dominatrix del trabajo sexual− son criaturas del capitalismo, todas son vecinas de un edificio depredador que nos está dejando cada vez más en la intemperie y contra el que todos los lunes se nos agotan las respuestas. Sí, es complejo. El mundo lo es, ya lo sabíamos. Pero me pregunto si no son la escucha y la unión entre semejantes algunas de las pocas herramientas que aún nos quedan frente a la explotación, la pobreza y el retroceso de derechos. Me pregunto a adónde nos conduce seguir enmudeciendo de forma tajante a parte de un colectivo que aporta conocimiento directo y complejidad. Supongo que aquí mismo, donde siempre, hacia donde nunca queremos mirar. ¿Por qué estas mujeres no pueden ser interlocutoras? Esa es la pregunta que me desveló el oráculo.