Casi nunca se vota por motivos estrictamente racionales. El economista Bryan Caplan desarrolló a principios de este siglo el concepto de “irracionalidad racional” para explicar por qué los electores pueden preferir políticas malas e incluso perjudiciales para ellos mismos. En el fondo del asunto yace una tensión tan antigua como la humanidad: Atenas frente a Jerusalén, razón frente a emociones.
En sus obras, Caplan sostiene que la irracionalidad racional florece cuando el coste del error es bajo. Cuanto más bajo es ese coste, es decir, cuanto menos perjudicial parece elegir una opción equivocada, más demanda aparece por la irracionalidad: sesgos cognitivos, prejuicios, sentimientos.
En España hubo un tiempo en que el voto exigía un cierto raciocinio o, al menos, una actitud prudente. Antes del ingreso en la actual Unión Europea (1985) y, sobre todo, antes de la adopción del euro como moneda (2002), el país estaba a la intemperie. Cualquier política demasiado alegre que conllevara endeudamiento desembocaba de forma muy rápida en una devaluación de la peseta y un aumento de la inflación, o sea, en un daño directo al ciudadano. Este es un simple ejemplo. Hay muchos otros. En ausencia del corsé legal europeo, optar por ofertas involucionistas o radicalmente progresistas implicaba riesgos potencialmente desastrosos. El coste de la irracionalidad era alto.
Eso permitiría explicar, en parte, el larguísimo mandato del PSOE de Felipe González (1982-1996): pese a la corrupción, pese a la dureza de algunas de sus políticas (como la reconversión industrial), pese al furor mediático contra el “felipismo” (desatado por la misma prensa que hoy dice añorar a Felipe), pese a la evidencia de que ese gobierno había dado de sí todo lo que podía dar, los electores prefirieron evitar un cambio hasta que la alternativa, el PP de José María Aznar, les pareció razonablemente segura.
No sólo en España el debate político, y en especial las campañas electorales, ha sido colonizado por la irracionalidad. Véase Estados Unidos. La percepción de que existe un marco indiscutible e innegociable (economía neoliberal, sistema político representativo) ha desplazado el discurso hacia lo identitario, lo visceral, lo anecdótico. En la Unión Europea, el marco es especialmente rígido. Y, de momento, seguro.
La rabia suscitada por la brutal crisis de 2008 generó un sentimiento de rebeldía traducido en nuevos partidos y nuevas ofertas que, en el caso de Podemos, contribuyeron a ciertos progresos en las libertades individuales o, en el caso del independentismo catalán, al bloqueo y el malestar de unos y otros; como cada acción implica una reacción (tercera ley de Newton), aquí tenemos ahora la reacción, o sea, Vox.
No merece la pena entrar en el tono de esta campaña, la más zafia que se recuerda. Fijémonos en los contenidos: quién miente más y quién miente menos, quién anda o anduvo con malas compañías, cuántos viajes se realizan en avión oficial, quién resulta más arrogante, quién parece más bobo, quién encarna un peligro para la democracia (cabe pensar que todos los candidatos, a juzgar por las acusaciones cruzadas). Frente a estos temas, tan poco cuantificables, tan poco relevantes para la vida pública, el coste de la irracionalidad racional tiende a cero.
El único asunto importante del que se ha hablado con cierta frecuencia es la fiscalidad, una de esas cuestiones vitales que, sin embargo, tienden a deslizarse hacia la irracionalidad racional: es fácil decidir que uno quiere pagar menos impuestos, no es tan fácil reflexionar sobre los servicios públicos que uno perderá con una menor recaudación por parte del Estado. (Quienes invocan la curva de Laffer, ese invento según el cual cuanto menores los impuestos, más recaudación, militan en la irracionalidad pura y dura).
Ningún discurso serio sobre la inmigración (sólo hablan de ella los que quieren rechazarla a tiros), ningún discurso serio sobre la vivienda (aunque ahora Pedro Sánchez la considere “máxima prioridad”), ningún discurso serio sobre la educación (salvo cuando se desbarra sobre religión o sexualidad).
Cuánto tiempo perdido. Y con estos calores.