La irresponsabilidad de Europa

A falta de otros lutos, las aguas del Mediterráneo cambiarán el azul por el negro a causa del dolor por tanta muerte. Se suceden los naufragios, se cuentan por miles los muertos, son cientos y cientos los ahogados... De vez en cuando, la magnitud de la tragedia la hace saltar más allá de las noticias ya desgraciadamente habituales, para ser revulsivo de una conciencia europea paralizada ante el final de tantos y tantos inmigrantes cuyo destino es esa gigantesca fosa común en la que se ha convertido el Mare Nostrum.

¿De qué hablamos, sin embargo, cuando decimos “nuestro mar”? ¿De quién? ¿De una Europa apostada en sus orillas que, ante la interpelación de tantas víctimas, parece sufrir el “síndrome de Pilatos” lavándose las manos? O peor, ¿de una Europa que mira para otro lado para no ver tanta muerte en sus puertas, la cual, como si tuviera el “síndrome de Caín”, parece decir: “es que soy yo acaso quien ha de velar por la vida de mis hermanos, los inmigrantes”? Una Europa que tiene blindada su conciencia moral y bloqueada su capacidad de decisión política es la que observa impávida tanta tragedia. Como si ella, inocente, no tuviera ninguna responsabilidad ante una cifra de muertos tan escandalosa como para poner en tela de juicio la construcción de un proyecto europeo para el que la inmigración es fenómeno periférico que no llega a alterar los designios que mueven su política. Es más, en la política europea no ha tenido cabida hasta ahora una verdadera política de inmigración; de suyo, ha habido despliegue de políticas de seguridad, de vigilancia de fronteras y, más allá de éstas, política internacional para que otros países, los de la orilla sur del Mediterráneo, hicieran el trabajo sucio no sólo del control, sino de la contención de los movimientos migratorios que tienen su meta en una Europa imaginada con tonos excesivamente paradisíacos. En verdad, una Europa mitificada en contraste con los países de origen de quienes de ellos emigran, asolados por guerras o empobrecidos hasta la extenuación. Ésos son los motores de la emigración que espolean los movimientos de personas que nos llegan como inmigrantes.

Cuando ocurre una desgracia como la que ha situado en torno a 900 las víctimas del hundimiento de una embarcación tan atestada como precaria, con la que el castigado pasaje de tan fatídico viaje trataba de alcanzar costas italianas, entonces se reacciona, por fin, desde los Estados ribereños y desde las mismas instancias de la Unión Europea, balbuceando con torpes palabras alguna propuesta política para al menos hacerse eco de tan terrible hecho. Italia, muchos de cuyos ciudadanos se ofrecen voluntariamente para atender a las personas inmigrantes que arriban a sus costas, denuncia por boca de su primer ministro que en verdad Europa la deja sola para hacer frente a tal situación de crisis humanitaria, desentendiéndose de eficaces y justas soluciones políticas a la cuestión migratoria que tiene planteada. Grecia, desde el sureste europeo también alza su voz en ese sentido, y el gobierno español aprovecha para decir su palabra, aunque no en el mejor sentido, entre otras cosas por su enfoque sobre la inmigración fundamentalmente en términos de seguridad y con más connotaciones represivas que abiertas a la acogida e integración. Más al norte, los países que para muchos inmigrantes son meta de su arriesgada aventura, ajenos a las urgencias humanitarias y a las medidas de inmediato freno a la inmigración ilegal, ponen el acento en medidas de control fronterizo y, en el mejor de los casos, en el obvio lugar común consistente en decir que hay que actuar sobre los lugares de origen de quienes de ellos emigran, aunque sin precisar en verdad cómo. Poco cabe esperar de reuniones de alto nivel, como el Consejo europeo de jefes de Estado y de gobierno, ante una tragedia de enormes dimensiones frente a la cual no se pasa de alicortas políticas de seguridad y extranjería. Europa, así, no sale de la irresponsabilidad en la que se halla instalada.

De suyo, si Europa quisiera dar adecuada respuesta a la cuestión migratoria, además de hacer frente a los perversos prejuicios que maneja sobre ella la demagogia populista, y de plantear con realismo crítico y voluntad de inclusión democrática cómo acoger a la población inmigrante, tendría que hacer un honesto ejercicio de memoria para abordar con rigor la inmigración que le llega, tanto del mundo árabe-musulmán como del África subsahariana. Europa debería hacer memoria antes de despachar con expedientes burocráticos las demandas que plantea el hecho de la inmigración.

Si de África salen a miles es porque el dominio, la pobreza, el hambre y las guerras, como jinetes apocalípticos, provocan que se trate de alcanzar al otro lado del Mediterráneo, cruzándolo, el horizonte de una vida distinta y mejor. Y, en el fondo de la realidad histórica, esos jinetes apocalípticos son los que dejó cabalgando el colonialismo destructor de las estructuras sociales y expoliador de las riquezas de esos países, el cual fue el que Europa practicó en nombre de una cultura occidental que en aras de la modernidad hasta negó la modernización allá donde llegó con su imperialismo. Respecto a culturas arrasadas y pueblos empobrecidos Europa debía hacer el ejercicio de memoria relativo a su propia responsabilidad, como premisa para hacer un planteamiento justo respecto a las migraciones que desde África emprenden el camino hacia el norte. No exige menor ejercicio de memoria, aunque relativo a hechos más recientes, la responsabilidad occidental, por acción u omisión, respecto a lo que sucede actualmente en el maltrecho Irak, en la torturada Siria o en el abandonado territorio de Libia, de donde salen a miles los que buscan asilo en los países que destruyeron a los suyos o que dejaron que se hundieran en el caos tras acabar con sus regímenes –despóticos, sí, pero destruidos en nombre de banderas democráticas a la postre reveladas como falsas–. 

Así, pues, sólo recordando cómo se ha llegado a este presente puede empezarse a hablar con decencia acerca de cómo afrontar por parte de Europa una realidad de inmigración que, sin demagogias populistas, reclama un trato justo. Si en la Conferencia de Berlín de 1885 siete potencias coloniales se repartieron África para llevar a cabo un pillaje sistemático, al que tuvieron la capacidad cínica de llamar “misión civilizadora”, en este tiempo del siglo XXI han de promoverse acciones de signo contrario para, sin paternalismos, promover el verdadero desarrollo de pueblos que tienen el mismo derecho que los europeos a una vida digna.