El otro día fui al cine convencida de que La isla de Bergman me iba a encantar. Entré nerviosa en la sala como si la película fuera a darme una clave sobre mi propia vida, la pieza perdida del puzle de mi existencia. Las personas que nos pasamos la vida existiendo a través de las ficciones —los libros, las películas, las propias historias que nos contamos a nosotros mismos para sobrevivir— creemos que es, precisamente, en esas ficciones donde todo cobra sentido. Quería escribir una columna sobre la película, así de claro lo tenía después de haber visto tan solo el tráiler. La película iba sobre deseo, sobre el deseo de escribir, sobre el deseo de cuidar de los hijos, todo eso tenía algo que decirme, parecía estar hablándome a mí como me hablaba Cinco lobitos. Era lunes, sesión de las ocho, mientras yo me movía inquieta en la butaca intentando entender qué quería decirme exactamente Mia Hansen-Løve, mi hijo jugaba con mi madre en un parque a un minuto del cine. Algunas veces, estas columnas se escriben así, casi siempre, en realidad, mientras mi hijo está a mi lado viendo Encanto por vigésima vez, mientras mi madre o mi ex lo cuidan.
Chris, la protagonista de La isla de Bergman, es una joven directora de cine que ha viajado hasta Fårö, la isla donde pasó parte de su vida Ingmar Bergman y filmó muchas de sus películas, para escribir el guion de su próxima película. Viaja acompañada de su pareja, Toni, también director de cine y bastante mayor que ella. A los dos días, la protagonista de esta historia echa de menos a su hija, llama a su madre para poder hablar con ella, la extraña, se bloquea con la escritura, la calma y el silencio de la isla la paralizan, la deprimen. Al menos, eso confiesa nada más empezar: «Sabes lo difícil que es para mí escribir», le dice a Toni, «es una tortura, una agonía autoinfligida». Esas eran las frases que había visto en el tráiler y que me habían atraído irremediablemente. A medida que la trama avanzaba, había poco de eso, poca escritura, poca crianza o agonía autoinfligida y, sobre todo, mucho placer. Chris se lanza a explorar la isla, se compra unas gafas de sol en la tienda de souvenirs del museo de Bergman y se sube con un desconocido estudiante de cine a un coche para conocer aquellos lugares de Bergman a los que el “Safari de Bergman” no llega. Aquella película que prometía ser una reflexión sobre la creación artística y la imposibilidad de crear y criar, acaba convertida en una parodia. Y, aun así, el magnetismo de la protagonista (Vicky Krieps) engancha, enganchan las aguas y la arena, los árboles y la lluvia torrencial que cae en esas tormentas de verano que explotan en un momento, y el aura que rodea a la vida de Bergman y al fantasma de Ingrid Bergman que, según dicen, él sentía a su lado cuando ella murió.
En un momento, la película comienza a desarrollarse en otro plano: la historia que escribe Chris y que será su próxima película, la historia de un amor tan tempestuoso como el verano en Gotland, una pareja de dos amantes que no llega a encontrar el momento oportuno en sus vidas para amarse bien. Ahí dejé de estar en el cine y empecé a sentirme culpable. ¿Qué hacía a esas horas un lunes en el cine? Mi hijo no había dormido siesta y estaría cansadísimo, mi madre tenía que volverse al pueblo, todo para ver una película, para escribir una columna, para seguir agarrada al fino hilo que, desde que soy madre, me mantiene en el mundo laboral.
Mia Hanse-Løve confesó en una entrevista que esta película tenía mucho de autobiográfico, no solo por todo lo que la había inspirado Bergman, sino porque para ella seguía siendo imposible criar y cuidar de sus hijos y tener un espacio privado donde crear. Bergman tuvo nueve hijos con seis mujeres distintas. A los 42 años, había dirigido 25 películas. Un personaje del filme lanza al aire una pregunta retórica: «¿Cómo lograría eso si también cambiaba pañales?».
Hace un momento, justo antes de sentarme a escribir estas palabras, he cenado con una amiga escritora y dramaturga que está a punto de estrenar una obra en el Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida. Mi amiga tiene una hija pequeña, el año pasado publicó una novela, este año ha escrito una obra sobre Safo y, mientras cenamos, me confiesa que apenas puede dedicarle un ratito por las mañanas a su próximo libro. Y eso la entristece, ¿cómo va a escribir una buena novela si solo tiene pequeños ratitos robados a otras cosas esenciales de la vida —los cuidados, el trabajo alimenticio, el vivir mismo? Supongo que la clave de Bergman fue no cambiar pañales ni hacer tostadas ni preparar baños espumosos ni cortar pequeñas, diminutas uñas ni sentirse culpable, claro. Pero algo se perdería, ¿no?
La isla de Bergman acaba cuando la hija de Chris llega a la isla y se funde en un inmenso abrazo con su madre, uno de esos abrazos que doy veinte veces al día a mi hijo porque, hay que decirlo de vez en cuando, criar, cuidar a los hijos es algo hermoso, es algo bello que, aunque nos deje apenas ratitos para escribir esa “gran novela”, le da sentido a la vida. La maternidad vista como una gran potencia creativa, eso sí que sería un cambio de paradigma.