La pregunta puede chocar. Se podría invertir, pero de hacerlo perdería sentido. Pues ambos contendientes a la Presidencia de EEUU están luchando en una parte y en unos Estados decisivos por los mismos electorados, sobre todo por la clase trabajadora blanca poco cualificada y en general la clase media baja venida a menos, entre los que Donald Trump triunfa. Esta narrativa, sin embargo, ha sido puesta en cuestión por los últimos datos del censo que reflejan una mejora en 2015 entre estos sectores sociales. Los sindicatos, que defienden a ese sector social o laboral, se están movilizando a favor de Hillary Clinton, porque saben la trampa que supone Trump. Los votantes con buenos títulos universitarios apoyan a la candidata demócrata a la Casa Blanca.
La propia Clinton ha hablado de dos “cestos” de votantes de Trump. El de los “deplorables”, según los llama, formado por racistas, xenófobos islamófobos, etc. Pero también el de, según lo describió la candidata demócrata, “la gente que siente que el gobierno les ha abandonado, la economía les ha abandonado, y nadie se preocupa por ellos”, y “a los que hay que comprender y con los que hay que empatizar”. Pero como recordaba esta semana un editorial de The New York Times, ninguno de los dos tiene un programa específico de lucha contra la pobreza pues, aunque ésta se haya reducido en 2015 por vez primera desde 1999, su tasa (13,5% o 43,1 millones de personas) sigue siendo una de las mayores del mundo desarrollado.
Es verdad que el magnate se ha enemistado con las mujeres, los hispanos (ambos decisivos) y los musulmanes (quizás determinantes) con sus manifestaciones machistas, su islamofobia y sus propuestas contra la inmigración. Sigue empeñado en un muro frente a México, aunque ha matizado algo la expulsión de 11 millones de “ilegales” que cumplen una labor esencial en la economía de EEUU. Pues últimamente se está intentado congraciar con los latinos, cuyo voto puede resultar crucial.
Las relaciones de Hillary Clinton con Wall Street pesan en su contra. No digamos las de su marido, Bill, que cuando era presidente dio rienda suelta a la desregulación bancaria que llevó a la financiarización de la economía y eventualmente a la crisis de 2008. Hillary Clinton está más próxima a la gran empresa, y Donald Trump a la pequeña.
Trump en mayo, en la campaña de las primarias republicanas, no tuvo empacho en afirmar que, aunque no era un fan de Bernie Sanders (el candidato “socialista” en las primarias demócratas más a la izquierda contra Clinton), el senador por Vermont tenía “razón en un 100%”. Era una táctica contra Hillary Clinton, y una manera de quitarle votos a ésta y atraerse a los jóvenes que estaban con Sanders, cuyo éxito forzó a Clinton a un cierto giro a la izquierda en su campaña en las primarias y en las presidenciales. Trump defiende la Seguridad Social y Medicare, el programa de cobertura sanitaria para los mayores de 65 o discapacitados, que no apoyan en general los republicanos. También está a favor de medicamentos más baratos en contra de los intereses de las grandes farmacéuticas.
La cuestión es por qué. El objetivo de Trump, muy bien explicado en dos artículos del neurocientífico y gran analista del discurso político George Lakoff, no es social, sino en realidad persigue abaratar los costes para las empresas, pasándole algunos de ellos al Estado. A Trump también le gustaría que fueran las empresas de sanidad las que ofrecieran directamente planes de seguridad a la gente, no a través del Estado como en el programa Affordable Care Act impulsado por Obama. El candidato republicano sobrevuela la cuestión del aborto, y en cuanto a regular el control sobre las armas de fuego, arguye que se necesitan pistolas para acabar con los que matan con pistolas.
Pese a que sus negocios no son de importación, sino esencialmente de construcción (en los que ha explotado a mucho trabajador inmigrante), es un proteccionista, más que, en general, lo son los demócratas en EEUU. La clara posición de Trump contra el TPP (Asociación Comercial Transpacífica) y del TTIP (Asociación Transatlántica de Comercio e Inversiones) ha contaminado claramente a Clinton que los apoyó cuando era secretaria de Estado, y ahora se opone claramente al primero, ya firmado, y tiene serias dudas sobre el segundo, en negociación. Trump va más lejos y quiere romper el acuerdo NAFTA que desde 1992 une a EE UU, Canadá y México. Su lema es “América First” (“Primero EE UU”). Al menos ambos candidatos vuelven a hablar, como en el Reino Unido de Theresa May, de una nueva política industrial.
Pese a algunas apariencias, las diferencias en sus raíces entre Trump y Clinton son fundamentales. Por volver a Lakoff, éste incide en el sentido de la familia: los republicanos, y Trump, se basan en valores familiares que reposan estrictamente sobre la autoridad del padre, frente a la idea de la familia protectora de los demócratas. Es también un enfrentamiento entre la responsabilidad personal (de ahí el rechazo a la cobertura sanitaria pública de los republicanos) frente a responsabilidad social.
Y esto, como indica Lakoff, explica muchas cosas de Trump: los hombres por encima de las mujeres, los blancos de los no blancos, los cristianos de los no cristianos, los heterosexuales de los homosexuales, aunque insiste como candidato que el Partido Republicano no es el Partido Conservador. Aunque la religión, a diferencia de hace unos años, no parece estar desempeñando un papel importante en estas elecciones, los evangélicos blancos, que en EEUU son esencialmente conservadores y centrados en la vida familiar, apoyan ahora a un candidato nada religioso como Trump por esta visión de la familia.
Más allá de cuestiones de edad, enfermedades y falta de transparencia sobre ellas, cuando faltan menos de dos meses para el primer martes después del primer lunes de noviembre, las encuestas muestran sobresaltos. Algunas incluso dan por delante al republicano, aunque Clinton suela estar en cabeza y domine el reparto en el colegio electoral, que es el que acaba contando. Pero cuidado. Trump sabe manejar mejor las emociones y el resentimiento de muchos votantes.