Jaque al Rey

Cayó una tromba de agua que parecía demostrar que Dios, como nos temíamos, existe y es monárquico. Bajo el lema Jaque al Rey, se había convocado en Madrid una marcha republicana cuyo destino era el Palacio Real. Pero también cayó, para impedirlo, una tromba de policías antidisturbios que parecía demostrar, como nos temíamos, que Cristina Cifuentes se cree Dios. Tras un mes ingresada por un accidente de moto, la delegada del Gobierno se presentó en su despacho y, desde el Centro de Coordinación Operativa (CECOP), ese órgano con inquietante nombre de sótano del Estado, multiplicó Unidades de Intervención Policial como quien multiplica panes y peces. Así, hasta 1.400 agentes antidisturbios.

Se trató, una vez más, de una demostración de fuerza. La misma, bruta, a la que nos tiene acostumbrados en Madrid la delegada Cifuentes, que reapareció impoluta y con el pelo tirante, divina como siempre. Una fuerza siempre desproporcionada y, esta vez, innecesaria. Convocada por la Coordinadora 25-S, la marcha Jaque al Rey habría de ser multitudinaria, dada la indignación popular frente a los numerosos y gravísimos escándalos de la Casa Real, frente a una más que legítima pretensión de revisar un modelo que ha hecho más aguas que las alcantarillas madrileñas del sábado por la tarde.

Después del caso Urdangarín, después de las cuevas de ladrones de fondos públicos llamadas Aizoon y Nóos, después de las cacerías de elefantes, de osos, de ciervos, de jabalíes y de todo bicho viviente que no pueda devolver el tiro, después de las cifras de su fortuna, de los chanchullos fiscales, de los bancos suizos, del empleo dorado de la hija, también suizo y simultáneo a la desesperación por desempleo de más de un cuarto de la población española, después de tantas otras sospechas de corrupción cuyos detalles nos usurpan, por un lado, el férreo control del Estado y, por otro, la anacrónica e insultante inimputabilidad del Rey, el jefe para cuya enésima operación se saltan las listas de espera sanitarias; después de todo eso, el pueblo español, en pleno ejercicio de sus facultades soberanas, se queda una tarde de sábado viendo el fútbol. Como si lo impusiera Franco, tal y como nos impuso al Rey.

Porque no, aquí, en el Estado español (y no te digo ya en la capital del reino), somos así. Aquí no se moviliza ni Dios más que para mandar una tromba de agua que asegure el apoltronamiento de la gente. Aquí nos humillan y nos da pereza salir a denunciarlo. Aquí nos roban y bajamos la cabeza. Aquí nos dan el palo y ponemos la otra mejilla. Aquí nos mienten y ponemos la otra oreja. Aquí nos desmantelan y se apropian de lo poco, acaso lo mucho, conseguido, construido, pagado, y no nos levantamos a defenderlo. Aquí los jefes se ríen de nosotros y nosotros reímos las gracias a los jefes. Aquí el abuso es institucional y a quienes protestan los llaman radicales. No es radical la desvergüenza, lo son quienes la señalan con el dedo.

Porque aquí se vulnera el derecho de manifestación infestando las calles de policías que retienen, identifican, intimidan y obstaculizan a los ciudadanos que dicen no a todo eso. A quienes se atreven a salir a luchar contra estas injusticias, en vez de quedarse en casa rascándose la entrepierna delante del televisor. A quienes no tienen miedo de tomar la calle enarbolando una bandera que quiso el pueblo, que era legítima y oficial, y que fue asesinada. A quienes son denunciados por portar palos cuando lo que portan es esa bandera. Porque aquí cada vez los métodos son más dictatoriales y los que tienen que velar por los derechos fundamentales actúan con nombres tan significativos como el de Operación Jaula. Porque para eso, en Madrid, está Cifuentes, la que dice que es republicana. Para reprimir a los republicanos. Para que sus esbirros les impidan el paso a la Plaza de Oriente. Para cerrar el paso al pueblo porque, aunque parecen pocos, nunca se sabe, mira lo que pasó en el 15-M, a lo mejor la chispa prende y la conciencia se enciende y los que son mil se convierten en miles y los que son miles, en decenas, en cientos de miles, en millones.

No sucedió así. A la llamada de Jaque al Rey fue poca gente y el mismo número de agentes antidisturbios. Fueron los de siempre, como dicen algunos, los radicales, como acusan otros (sobre todo, ciertos medios de comunicación que antes se llamaban progresistas aunque solo son vasallos). Como si esos pocos que salen siempre, los radicales, no fueran un vestigio de la común dignidad perdida. Porque lo que piden esos radicales es razonable. Lo que piden es justo. Y gracias a ellos el debate sobre el proceso constituyente está encima de la mesa. Tiene que estarlo. Lo contrario es una burla. Como lo es, una burla patética, aferrarse a un trono del que ya no te puedes ni levantar.