Veintitrés años sin anestesia, veintitrés años de fer país por las mañanas, robar por las tardes y rezar por las noches. Veintitrés años de modelar y pontificar sobre cómo deben ser los buenos catalanes, de repartir carnés a los patriotas y excomulgar a los incorrectos, para confirmar en la senectud, a manos llenas, lo que ya sabíamos: que la patria es “el último refugio de los canallas” (Samuel Johnson).
Esto no ha sido una mala tarde, un mal año de cálculo en que no cuadran las cuentas, un apuro coyuntural, esto ha sido una forma de actuar consciente, deliberada, sostenida en el tiempo. Una forma de vivir y de robar, chutada de impunidad y que tiene que ver con el sentido patrimonial del país: este país es nuestro y nos lo cobramos. Este país lo he hecho yo y eso cuesta un tres por ciento de todo lo que se haga en él. ¿Un tres? Igual ha sido un 33, la edad de Cristo.
Pujol padre hacía lo que veía en Pujol abuelo y los pujoles nietos, hacen y hacían lo que veían en casa: robar.
No nos cuenta el muy ladronable cuánto se ha llevado, en cuántos paraísos fiscales, cuántas veces, cuántos robos perpetró antes o después de una homilía nacionalista; tampoco nos dice Pujol padre, profesor de ética, si se ha confesado del tres por ciento de sus robos.
La patética carta de control de daños emitida por el muy ladrón de Pujol debe entrar en la antología de los casos de corrupción política. En veintitrés años no ha tenido un minuto para decir la verdad, para contarnos que la corrupción ha sido el modus operandi habitual desde que él llego al Gobierno, imbuido de la gracia de Dios.
El padre de la patria es un ladrón. Esto supone un trauma devastador para miles de catalanes, nacionalistas también, dispuestos a creerse que España nos roba sin ver la viga del ladrón en el ojo propio. Veintitrés años de robos, es la herencia que deja Pujol a los catalanes. Una enorme sacudida convulsiona la sociedad catalana, un golpe de perplejidad y tristeza, por mucho que muchos digan ahora que todo el mundo lo sabía.
Igual que Franco ponía en las monedas de peseta: “Caudillo de España por la gracia de Dios”. Pujol se sentía ungido por gracia divina y pensaba que su presidencia de la Generalitat era la consecuencia natural del orden lógico de las cosas. Un mesías. Un mesías dispuesto a conducir a su país a la tierra prometida, dando mandobles a todos los enemigos exteriores que el diablo le enviaba para entorpecer su misión.
Artur Mas, que confiesa estar en política por Pujol padre y que le ha dedicado apasionados ditirambos mientras su mentor robaba, debería plantearse su papel al frente de un gobierno y un partido herederos de una forma corrupta de entender la política.
Pujol pasará a la posteridad como el mesías que modelaba buenos catalanes por las mañanas, hacía caja por las tardes y rezaba por las noches. No se salvará del infierno.