Hace 22 años, en el 2000, había 150 inmigrantes subsaharianos censados en la localidad de Alcarrás (Lleida). En 2010, más del 20% de su población oficial era inmigrante, aunque solo podían empadronarse los que tuvieran contrato de trabajo, por lo que esa cifra podía multiplicarse por decenas y se disparaba con las campañas de recogida de la fruta. En la renombrada Alcarrás, película de la cineasta Carla Simón que ha sido aclamada desde su estreno en este 2022, hay una fugaz escena que da cuenta de la naturaleza de la convivencia entre la población local y la migrante (que en aquel año 2000 se consideraba en El País como “un ejemplo de integración social”, aunque los temporeros contaban que nadie les alquilaba una casa). Se trata de una escena, casi un solo plano, en que se muestra a los trabajadores del campo de origen subsahariano. Son jornaleros en una zona donde se cultiva melocotón. Es el día de descanso y están sentados en la calle. A pesar de que esas personas forman una parte esencial, y presuntamente integrada, de la vida del pueblo y del drama social que se cierne sobre sus habitantes, no hay ninguna persona blanca sentada con ellos, charlando con ellos, descansando con ellos, pasando el rato con ellos. Como haría cualquier persona del pueblo con la gente del pueblo. Con ellos solo están ellos: los extranjeros, los negros. Los iguales. Aunque en la película la persona que más empatiza con la niña protagonista sea precisamente un jornalero.
Los jornaleros casi no existen hasta que se mueren de frío. Es lo que sucedió el fin de semana pasado en Benimaclet, municipio de Valencia. Los jornaleros negros están en pie desde las cuatro o las cinco de la mañana, buscan trabajo antes de que amanezca y recogen por 6 euros la hora las frutas que nos deleitan, pero duermen entre el raso y un sótano, en las ruinas de una antigua fábrica de leche. Se cree que el cuerpo de Martín F., que había llegado de Ghana, había cumplido 57 años y tenía buena salud, no soportó las bajas temperaturas y por eso lo encontraron muerto al despertar. Ahora hemos conocido su nombre y quizá sepamos algún día, fugazmente también, que alguien lo esperaba en su país, que tenía una casa humilde, que allí casi no existía tampoco porque se moría de hambre. Antes habían muerto Abraham I., de 52 años, enfermo de cáncer, y Richard A., de 43 años, con buena salud, que también murieron presuntamente de frío.
Después de recoger cerezas, podar almendros o cosechar albaricoques y nectarinas, los jornaleros reciben precariedad por parte de sus contratistas, hostilidad en la calle y hostigamiento policial. Como los que volvían a Lorca la semana pasada de recoger coliflores y se mataron en la carretera, muchos y muchas hacen decenas y hasta cientos de kilómetros diarios para ir a trabajar. Después de jornadas de hasta doce horas de trabajo, muchos y muchas descansan en infraviviendas; o ni eso, como los de la fábrica de Benimaclet. En 2003, El País calificaba de “infrahumanas” sus condiciones de vida en Alcarrás. Veinte años después, sus vidas no han cambiado y los ayuntamientos no hacen nada por ellos. Hacen Cáritas, las parroquias y el voluntariado.
En Alcarrás se concentran al alba en la plaza o en el campo de fútbol y son elegidos a dedo, tú, tú. Seguramente, los más fuertes, los más jóvenes, los de apariencia más sana; sin duda, los más callados, los más obedientes, los más sometidos. Si el patrón pasa de largo, se abre ante ellos otra jornada vacía. Sin trabajo, sin casa, sin familia, solo les queda deambular, dormitar, desquiciarte. En 2020 detuvieron en Alcarrás a un traficante de inmigrantes. Les cobraba 200 euros por pasarlos a Francia. “Tienen dinero, porque no gastan”, espetó por su parte Ginés Valiente, empresario de la aceituna, patrón conocido en su pueblo por su pésimo trato hacia los jornaleros, sospechoso del asesinato de dos de ellos: Ibrahima Diouf, de 35 años, nacido en Senegal, desaparecido en Villacarillo, Jaén, en enero de 2021, y Tidiany Coulibaly, de 22 años, nacido en Mali, desaparecido en Villacarillo, Jaén, en diciembre de 2013. Le habían reclamado el jornal. “Aquí el negro soy yo”, volvió a escupir Valiente.
Cuando Carla Simón, que irá a los Oscar con su Alcarrás, dio el pregón de la Mercè, en las fiestas de Barcelona, su ciudad natal, dijo que “a veces nos cuesta ponernos en el lugar de las personas recién llegadas, nos impresiona la alteridad y somos incapaces de identificarnos con los sentimientos de aquellos que llegan adonde nosotros ya vivimos”. Ojalá solo fuera a veces. Que se lo digan a Martín, a Richard o a Abraham, a Ibrahima o a Tidiany. Pero ya es imposible, ya murieron presuntamente de frío, ya fueron presuntamente asesinados. ¡Cuántos siglos de aceituna, los pies y las manos presos, sol a sol y luna a luna, pesan sobre vuestros huesos!