José Martí Gómez. Mi maestro en el oficio más hermoso del mundo

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A veces vas dando tumbos en la vida y no lo sabes. No lo sabes hasta que encuentras a alguien que te sabe ver. Que te ayuda a encontrar tu foco. Te muestra un camino, una forma de ver el mundo que realmente cuadra con tu forma de ser. Y entonces te das cuenta de que has estado dando palos de ciego, siguiendo un modelo, una forma de estar en el oficio que no era la tuya. Hoy una amiga me ha definido a ese tipo de gente. Son faros. Son personas faro. Eso, exactamente, ha sido para mí José Martí Gómez. 

Lo escuchaba en El bestiario, de Hora 25, y muchas veces jugaba a adivinar quién sería, a quién le tocaría cerrar el programa ese día, si a él o a Josep Ramoneda. Esas píldoras de sabiduría, o de ironía socarrona, me dejaban siempre pensativa. Me encantaba también leer sus crónicas en La Vanguardia. Sin saberlo estaba ya bebiendo de las claves que luego serían los ejes de mi forma de estar en esta profesión. José formaba parte de mi Olimpo de dioses, de mi altar de periodistas admirados. Y no hay mucha gente ahí.

Un día coincidí con él y nació una amistad destinada a perdurar. Martí, de repente, me hizo ver que una de mis características personales, que a veces yo veía como un defecto, era en realidad una cualidad maravillosa para este oficio: tener la antena puesta. Yo, Dios lo sabe, la tengo siempre en marcha, como el programa SETI de la NASA. Soy una “chafardera”, como diríamos en Catalunya. Una curiosa, una metomentodo... No puedo llevar auriculares en el transporte público o caminando por la calle porque me interesa todo lo que escucho. Él me dijo que no perdiera eso, que ese hilo me llevaría a conectar con el mundo que tengo que contar. Y eso es lo que hago desde entonces. O sea, lo que ya hacía, pero con una perfecta coartada profesional. 

Desde aquel día, estar sentada en la redacción me pesa. Salgo a la calle y practico el oficio, que él consideraba un sacerdocio, porque es algo que no abandonas nunca, aunque te retires, aunque lo dejes. Y no sé si se han dado cuenta de que hablo más de oficio que de profesión. Y es que el periodismo es un oficio. Un oficio que se aprende ejerciéndolo y teniendo buenos maestros que te formen, que te centren. Puedes ir a una facultad, puedes incluso hacer un máster en Estados Unidos o en Singapur, pero hay algo en esto que si no te lo enseña alguien decente y generoso no se aprende. Esto se está olvidando últimamente en las redacciones, mejor dicho, en los despachos de dirección. Los veteranos, la gente que podría enseñar esa parte del oficio a los que llegan, están en peligro de extinción. Salen muy caros cuando se auditan las cuentas y la crisis aprieta. Yo lo entiendo, porque José me enseñó a primero entender. Pero también me enseñó a mirar desde todos los ángulos. A reflexionar con todos los prismas para poder tener una visión lo más completa posible de las cosas y posicionarte donde la ética y tus principios te señalen. Y prescindir de los veteranos, de los sénior, me parece un error. Un error que nos va a costar mucho más caro como sociedad que lo que cuestan sus nóminas.

José, yo lo intento. Intento que esos valores sean mi rumbo y mi vida. Pero qué difícil, qué jodidamente difícil cuando todo se desmorona a tu alrededor y cada vez nos quedan menos rocas a las que agarrarnos. Ética y principios es lo que tú me enseñaste, es lo que de ti me queda. Y por eso te doy las gracias. Aunque los vientos no nos sean propicios, seguiremos navegando. Buen viaje, Maestro.