El presidente del Gobierno sospecha que la oposición juega “con las cartas marcadas”. ¡Qué escándalo! “Sánchez está incriminando a los jueces” (sic). Se escucha tal cual a primera hora en las tertulias de televisión. “Sánchez es incompatible con la democracia”, añade otra voz habitual de las mesas de debate. “Sólo busca desprestigiar el Poder Judicial”, advierten desde una de las asociaciones profesionales de la judicatura. “Los jueces no somos el problema”, tercia otra portavoz judicial asidua a la crítica contra cualquier acción, declaración u omisión de los poderes legislativo y ejecutivo.
La frase del presidente, discutible desde el punto de vista institucional pero bastante obvia a tenor del discurrir de la política, es un paso más en la estrategia del Gobierno de denunciar la complicidad judicial con el principal partido de la oposición. Sánchez cita ejemplos como el de Feijóo cuando le vaticina día sí y día también “un calvario judicial”. Pero, sobre todo, los del jefe de gabinete de Ayuso, Miguel Ángel Rodríguez, cuando avanza en sus redes sociales que el Fiscal General del Estado, la esposa del presidente, el hermano y él mismo irán “p'alante”, en alusión chusca a que todos acabarán sentados en el banquillo de los acusados ante un juez.
El Gobierno evita, tanto en público como en privado, acusar de prevaricación a ningún magistrado, pero constata que cada vez es más habitual que se produzcan movimientos judiciales en coincidencia con el calendario político. Y cuando alguno de sus miembros sostiene que la Justicia de este país necesita una profunda reflexión, como dijo en este diario la vicepresidenta primera hace unos días, o denuncia que hay una “cacería humana” desde los medios y “en sede judicial”, como dijo Santos Cerdán en el Congreso Federal del PSOE, se monta una barahúnda. ¡Con los jueces hemos topado! ¡Faltaría más! ¡Qué escándalo! ¡Qué osadía! ¡Qué intromisión! ¡No hay precedentes de ataque semejante!
Cuando la memoria flojea, siempre la hemeroteca. Aquí una declaración de 2009: “Nunca en España, ni con Adolfo Suárez de presidente, ni con Leopoldo Calvo Sotelo, ni Con Felipe González, ni con José María Aznar se había hecho un uso tan partidista de la Fiscalía como ahora”, declaró M. Rajoy durante una solemne comparecencia en la que acusó a jueces, fiscalía y policías de perseguir a dirigentes de su partido, tras las primeras detenciones en el marco de la investigación de la trama Gürtel.
Y añadía: “El PP está en una situación de indefensión absoluta y además se le está haciendo un daño enorme e irreparable a muchas personas que aparecen citadas en esas informaciones. Esto, la filtración del secreto del sumario, el daño a las personas, es un atentado frontal al Estado de Derecho”.
Ahora resulta que Sánchez y sus ministros, además de sátrapas, provocar violencia, acallar a los medios críticos, pactar con terroristas y arrastrarse ante quienes quieren romper España, son los únicos responsables del deterioro del caldo institucional en el que hoy opera la política. Pero, cuando un magistrado como Manuel Ruiz de Lara llama al presidente del Gobierno “narcisista patológico con rasgos claros de psicópata sin límites éticos y dispuesto a todo, incluso a destruir el Estado de Derecho, para permanecer en Moncloa” no pasa nada. Bueno, sí pasa, que el CGPJ decide que forme parte del tribunal encargado de calificar a los futuros jueces aspirantes del Derecho Mercantil. Y es que aunque La Ley Orgánica del Poder Judicial prohíbe a los magistrados dirigir “felicitaciones o censuras” a las autoridades, el órgano de gobierno de los jueces, que tiene entre sus funciones la disciplinaria, decidió archivar el expediente abierto contra Ruiz de Lara al considerar que no había quedado acreditado que en el momento de hacer tan locuaces críticas contra Sánchez invocara su condición de juez.
Cuando los togados se manifestaron ante diversos tribunales de toda España contra la ley de amnistía, antes de que fuera ley, el Consejo General del Poder Judicial decidió dar carta de naturaleza a la protesta. Claro que sus miembros antes de aquella concentración ya habían acusado al Gobierno de buscar “la abolición del Estado de Derecho”.
Cuando un juez como Peinado abre una causa contra la esposa del presidente del Gobierno con recortes de prensa, en contra de la doctrina del Supremo, hablamos de un togado ejemplar. Cuando, habiendo decretado el secreto de sumario, filtró parte del mismo a una de las acusaciones (Vox), estaba protegiendo el Estado de Derecho. Y cuando vulneró el derecho del presidente del Gobierno a responder como testigo por escrito ante un tribunal en cualquier asunto que tenga relación con el cargo que ocupa y se empeñó en que lo hiciera en persona, en La Moncloa y con grabación de por medio, actuaba pensando en el Derecho y no en la política.
En efecto, en España hay más de 5.000 togados y sólo un puñado de ellos trabajan en casos que afectan a miembros del poder legislativo o el ejecutivo. Todos están aforados y, por tanto, son los Tribunales Superiores de Justicia o el Supremo quienes los juzgan por posibles delitos cometidos en el ejercicio de su cargo. Luego está también la Comisión Disciplinaria del Consejo General del Poder Judicial, que sólo actúa cuando recibe una queja, pero no fiscaliza la labor de los jueces ni actúa de oficio. ¿Quién juzga a los jueces?
Todo dicho. Haya connivencia o no de la oposición con algunos miembros del poder judicial, de lo que no hay duda es de que los tiempos, las actuaciones y hasta algunos escritos están acompasados a lo que demandan determinados intereses políticos porque los partidos han extendido a los tribunales el terreno de la contienda partidista. Y tan importante en este contexto es que los jueces admitan sólo aquellas querellas en las que haya claros indicios de delito como que no se dejen instrumentalizar por los actores de la política. En todo caso, cualquier poder sin límites termina en abuso, y el de los jueces hoy es uno de ellos, entre otros motivos porque los órganos judiciales que deben hacerles de contrapeso y tener mayor imparcialidad son los más expuestos a las intromisiones partidistas.