Hace unos años, en el curso de una investigación sobre la economía de la Guerra Civil, leí muchos testimonios de hombres que habían participado directamente en la contienda. En aquellos testimonios detecté algunos rasgos comunes, pero sin duda el que más me llamó la atención fue la ligereza con la que hablaban de un conflicto en el que muchos como ellos morían y en el que las mujeres eran violadas o quedaban viudas con criaturas a quienes tenían que sacar adelante sin poder acceder a los medios necesarios para ello. Era como si estuvieran jugando a los soldaditos, como si esa fantasía infantil de hombría en la que habían sido socializados como hombres tuviera para ellos más sentido que la aburrida y femenina paz.
Espero que no volvamos a vernos envueltos en un enfrentamiento civil. Pero cuando pienso en Casado, Rivera y Abascal –socializados en esa misma masculinidad tóxica que afortunadamente ya no comparten todos los hombres– y en sus preparativos para la manifestación de este domingo en Madrid, me los imagino así, jugando irresponsablemente a los soldaditos. Del mismo modo que imagino, en el rincón opuesto del patio de juegos, a Puigdemont y Torra jugando con sus propios soldaditos estelados y sin perder de vista el juego del otro grupo, a ver si de una vez pueden ponerse a jugar todos juntos, que seguro que es más divertido.
La irresponsabilidad incendiaria que están demostrando quienes juegan a los soldaditos nos va a costar muy cara a todos. Cuando actuar sin complejos ni cobardía se identifica con meter miedo, cuando negociar se equipara a traicionar, cuando lo que importa no es solucionar un conflicto sino enquistarlo todavía más mediante la correspondiente escalada de hombría y otros excesos de testosterona, es desolador comprobar cómo, para justificar decisiones y articular argumentos, se utiliza el lenguaje bélico característico del militarismo romántico de los siglos XIX y XX, entonces como ahora fundido en muchos casos con el nacionalismo romántico y exaltador de la tierra, la cultura y la lengua patria, así como de la violencia como fuerza vital de la naturaleza y motor del progreso humano. Conceptos que, como bien señala Steven Pinker en su defensa de la Ilustración, son totalmente contrarios a la idea ilustrada de la resolución de conflictos como motor del progreso humano. En el caso de la España actual, también la resolución pacífica del conflicto catalán debería ser uno de nuestros motores.
Ese patriotismo decadente de banderas y apelación a ideales excluyentes que no para de azuzarse a ambos lados del Ebro puede tener un precio muy alto –más alto y mucho más doloroso aún del que ya estamos pagando en forma de crispación social y fuerte erosión de las instituciones democráticas. Y no nos engañemos: ese deterioro democrático no es en absoluto casual, sino un aspecto esencial de la agenda del nuevo orden neoliberal, al que tanto conviene una democracia de baja intensidad y donde todas las derechas, incluida la catalana, se sienten muy cómodas. No nos equivoquemos, ése y no otro es el fondo de la cuestión para quienes están promoviendo este tipo de movimientos políticos por todo el mundo; ésa es la verdadera agenda común del tripartito español.
Con la “heroica” convocatoria de la manifestación tripartita no estamos, como algunos nos quieren hacer ver, frente al triunfo de la ética de la convicción sobre la ética de la responsabilidad (Realpolitik) de Max Weber, frente al triunfo de los ideales sobre la traición política a los mismos. En Weber, la ética de la convicción y los ideales no son ni deben ser sinónimo de irresponsabilidad. Para el filósofo alemán, la política, además de la pasión que implica la entrega a una causa y unos ideales, requiere responsabilidad y sentido de la mesura, el temple necesario para calibrar las circunstancias y observar la realidad con la perspectiva adecuada.
Lo que va a ocurrir dentro de unas horas en la manifestación de Madrid es lo contrario al temple. Parecen innegables la complejidad de negociar con el “procesismo” y la debilidad del gobierno de Pedro Sánchez y sus 84 diputados. Pero también lo es que necesitamos con urgencia dirigentes valientes de verdad, hombres y mujeres cuya falta de complejos y de cobardía no impliquen asustar a nadie, personas que se arriesguen a buscar soluciones que permitan la convivencia, eviten la ruptura y no pasen por la imposición de unos sobre otros, políticos que no entiendan otra victoria que la de construir un país más solidario, con más justicia fiscal y menos desigualdades, con mayor bienestar, un país donde nos cuidemos unos a otros gracias a unos buenos servicios públicos y un buen funcionamiento de las instituciones democráticas, alejadas de cualquier corrupción. Necesitamos dirigentes despiertos, y no sonámbulos que nos sitúen ante un abismo cuyo final desconocemos, pero que poco bueno puede traer.
El historiador Christopher Clark analizó en su libro Sonámbulos las reacciones al asesinato del archiduque Francisco Fernando y su esposa de aquellos hombres cuyas decisiones acabaron conduciendo al estallido de la Primera Guerra Mundial: la noticia no alteró la mullida cotidianidad en la que vivían en aquel verano de 1914, ninguno dejó de hacer lo que estaba haciendo en aquellos momentos. Clark describe a esos sonámbulos como personas que actuaron con una frivolidad y una falta de responsabilidad sorprendentes teniendo en cuenta el horror que estaban a punto de provocar.
Me resisto a caer en el pesimismo, en el miedo que quienes juegan con soldaditos desean infundirnos, porque sé que nuestra clase política no está sólo compuesta de sonámbulos. Pero sí quiero rogar que prevalezca la cordura y exigir responsabilidad a nuestros representantes y recordar aquí el alegato pacifista de la escritora canadiense Elisabeth Smart, que durante la Segunda Guerra Mundial escribió: “Puedo repoblar el mundo entero, puedo dar a luz nuevos mundos en refugios subterráneos mientras arriba caen bombas; puedo hacerlo en lanchas salvavidas mientras el barco se hunde; puedo hacerlo en cárceles sin permiso de los carceleros; y oh, cuando lo haga calladamente en el vestíbulo durante las reuniones del Congreso, un montón de hombres de Estado saldrán retorciéndose el bigote, y verán la sangre del parto, y sabrán que han sido burlados”.