La barbarie significa una hostilidad militante contra ciertas ideas humanas imprescindibles"
Hace meses que se desarrolla una dura pugna en la frontera de las dos Coreas. ¿Se pensaban que les iba a hablar de nuestra cohorte de políticos? En el fondo sí, pero denme tiempo. Los surcoreanos empezaron, cierto, mandando globitos aerostáticos con propaganda sobre las virtudes de la vida fuera del comunismo. Guerra psicológica, ya saben, y más que sabremos porque cada día nos la intentan aplicar. Desde el norte no se anduvieron con chiquitas: nuevas oleadas de globos aerostáticos cargados esta vez con basura fueron enviados hacia sus vecinos capitalistas. Kilos de mierda cayendo sobre los esmeraditos y atildados coreanos libres. ¿Les suena? No será porque aquí no nos los arrojan simbólicamente a paletadas. Al menos la basura norcoreana sirvió para certificar que la sociedad de consumo es una broma con Kim Jong-un.
Parecerían empatados, pero las escalada es lo que tiene si no se frenan, que continúan y empeoran. Mierda contra propaganda y ruido contra mierda. Los surcoreanos han reaccionado hace diez días volviendo a encender los altavoces fronterizos, que permanecían inactivos desde 2018, para bombardear a los del norte con kilotones de K-Pop que deberían ser audibles a diez kilómetros de las vallas, pero que en la práctica no llegan a la ciudad de Kaesong, que es su último objetivo. Eso sí, para jorobar al vecino comunista, los que están perdiendo el sueño y la calma son los vecinos surcoreanos de los alrededores fronterizos. Así que Seúl ha tenido que renunciar, porque es obvio que plantar cara al adversario no puede pasar por fastidiar a los propios.
Les parecerá un chiste del Paralelo 38, pero es una enseñanza perfectamente aplicable al desastre de tensión que vivimos en nuestro país. Moraleja, en una escalada alguien tiene que parar. Venga, lo saben todos los que tienen hermanos: su madre les diría mil veces que uno tiene que dejarlo y, aunque sea injusto, les recordaría que el mayor, el más sabio, el más bondadoso o el más inteligente tenía que cesar el primero. Por eso el comportamiento de Óscar Puente me defrauda y me molesta tanto. Anteayer, en medio de la tormenta, me bloqueó sólo por recomendarle la sabiduría del Quijote, o sea, que no castigara con palabras lo que la ley castiga con hechos, que es lo que hizo con el personajillo ese que le lleva la prensa al personaje que se ha ido de fiesta a Bruselas. No debe ser muy cervantino el ministro.
Más allá de mis avatares, que carecen de importancia, vengo a traer aquí mi perplejidad y mi indignación. Un ministro del Gobierno de mi país –del Gobierno que teóricamente representa valores próximos a los míos– no puede llamar “saco de mierda” en público a nadie. A nadie. Primero, porque es de máster en grosería y un cargo público debe saber como poco comportarse y mantener las mínimas normas de educación. Segundo, porque ningún ser humano merece ser descalificado de forma tan gruesa, ninguno; somos progresistas y creemos que hasta el peor de los asesinos conserva su dignidad humana, que es un humano execrable pero que lo sigue siendo y que conserva sus derechos fundamentales. Tercero, porque en el mismo tuit el ministro macarra afirmaba que se iba a ocupar “personalmente” de que lo pagara caro y eso, amigos, eso es inaceptable por cualquier progresista, ya que incluye desde el “usted no sabe quién soy” a la sospecha turbia de que alguien con poder puede hacer algo contra las personas que usted y yo no podríamos.
En mi conciencia progresista no caben atenuantes ante un comportamiento tan deleznable. ¿Éramos mejores, no? ¿Más morales, más éticos, más respetuosos de los derechos, más...? Los comunistas norcoreanos lo hacen aunque yo niego la capacitación ética de un progresista europeo para enviar globos con mierda en las redes o allende las redes.
Estoy descorazonada. He leído a personas que apoyan al Gobierno argumentar que tienen que defender que tal comportamiento es no sólo aceptable sino justo. Lo dicen porque realizan un juicio moral del receptor de los brulotes y consideran que los merece. Todos deberíamos de saber que los actos de cada uno no merecen una calificación ni ética ni jurídica en función de la catadura moral del receptor. Así debe ser. El acto ético se pondera en sí mismo. En caso contrario, matar a un asesino sería de recibo; estafar a un mentiroso, lo más benéfico del mundo. No, es el acto lo que se somete a examen, no a quien lo recibe, cuyo comportamiento debe ser sometido a un propio juicio.
Estoy pasmada. Resulta que otros argumentan que atronar con altavoces está bien porque nos mandaron bolsas de mierda, aunque eso perjudique a los propios; lo de Óscar Puente es fantástico porque Ayuso murmuró hijo de puta y su Rodríguez se dio a la fruta. Otra falla ética importante. En cada hecho sometido a un juicio ético se pondera ese actuar en concreto, de nada vale oponer lo que hicieron mal terceros que merecerán su propio juicio personal. A mí lo de Ayuso me duele poco –nada de ella me conmueve y ni siquiera me incita al odio a pesar de que ella sí me ha perjudicado personalmente– y es que no espero nada de ella, hace tiempo que sé qué poco vale y qué poco sustento intelectual o personal tiene. ¡Ay, pero de los otros! Que un señor socialista, con el que he conversado alguna vez cuando era alcalde, que parecía tener unos principios parecidos a los míos, se comporte no ya como un gañán sino como un guerrillero norcoreano me agravia profundamente.
Alguien tiene que parar. Al fango no se le combate con fango sino con agua clara. Los ideales y los principios existen, ¡vaya si existen!, y si alguien considera que en el progresismo ya no queda lugar para ellos, lo mejor es que vaya avisando. A mí de mis convicciones más profundas no me aparta nadie, ni siquiera los que prefiero.
Apaguen los altavoces, por favor. Entierren la basura si es que llega.
Sean lo que siempre aspiramos a ser.
No abandonen las ideas que nos hicieron mejores. Si hay algo que no sea un progresista, es un bárbaro.