Me asombra la carrera delictiva de Rodrigo Rato, y me pregunto hasta dónde habría llegado si no le paran los pies. Como aquello de Thomas de Quincey de que uno empieza por asesinar, luego le da por robar y acaba por no dar los buenos días, Rato comenzó por el blanqueo de capitales y podía terminar arramplando la propina de los platillos al salir del restaurante.
Lo que más me impresiona, llámenme ingenuo, es la compulsión apandadora en que parecía haber entrado en sus últimos años, ese rebañar con todo lo que se ponía a su alcance, tratándose de alguien que no solo era rico, riquísimo: es que lo era de familia, por varias generaciones.
Mientras cobraba más de dos millones al año de Bankia, malgastaba su talento en embucharse unos ridículos 40.000 euros mensuales que tarde o temprano le darían un disgusto, y a la vez quemaba la tarjeta black pagando compras a lo loco y retirando del cajero de mil en mil. Insisto, alguien que ni esos dos milloncejos de sueldo necesitaba, porque su patrimonio y sus empresas ya le permitían varios cientos de sueldos nescafé al mes.
Ya sé, ya: los ricos también roban, incluso muchos son ricos o siguen siéndolo precisamente por eso. Y Rodrigo Rato no es un caso excepcional, ni debemos caer en la trampa de personalizar el saqueo de España en un comportamiento individual. Pero es que, según avanza la investigación, más me asombra su loca, loca carrera delictiva, su autopista hacia la autodestrucción, la huida hacia delante de quien va dejando huellas en cada vez más escenas del crimen, como si al final del camino no le esperase una mano para humillarle la cabeza al entrar en el coche policial, sino un precipicio feliz a lo Thelma y Louise.
Habrá quien vea codicia, otros dirán que cleptomanía, o sensación exaltada de impunidad, pero yo creo que hay más, algún tipo de síndrome que un día de estos diagnosticará un psicólogo y le pondrá su nombre, en su honor: el síndrome de Rato. Una mezcla explosiva de megalomanía, atracción por el abismo, trastorno desafiante, incapacidad de controlar impulsos, Diógenes monetario, y unas cuantas palabras raras acabadas en –manía y –fobia.
Pero no, no es un loco. Al contrario: es un genio, el número uno de su generación, el modelo a seguir. Un semidiós de la cosa económica, que de día empleaba sus superpoderes en diseñar el milagro económico español, y por las noches era arrastrado por el lado oscuro de la Fuerza.
Hablamos de alguien que una mañana se levantó y desvió un río para que pasase bajo su ventana. ¿Quién iguala eso, eh? Fue hace veinte años atrás, en su mansión-molino de Carabaña. Si has sido capaz de alterar el cauce de las aguas, el fraude o el blanqueo son un juego de niños. Hablamos de alguien que ha conocido el Poder con mayúsculas. Que se ha sentado en despachos inalcanzables, de esos donde te asomas a la ventana y te entran ganas de saltar solo por comprobar si también vuelas.
Y lo peor es que hablamos también de alguien que, no ya es que diseñase la política económica que nos ha traído hasta aquí. Es que además estuvo a cinco minutos de ser presidente del gobierno.