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Lágrimas negras

Maruja Torres

Ese lagrimón, resbalando por el rostro oscuro del presidente Obama, trazando un riachuelo perfectamente definido, el llanto de un hombre bueno, podríamos decir. Cómo me gustaría poseer la ilusión necesaria para creer que no se trata de un truco, del recuerdo de una desilusión o un dolor infantil hábilmente evocado en un discurso; ni el producto de una mala digestión o de una pelea con Michelle, o de unas hemorroides repentinas. Porque, de entrada, me conmoví, con esa capacidad que aún conservo para el primer primor de político, pero que es como empezar una partida de ping-pong cuando ya tienes artrosis: devuelves bien el golpe inicial, con modos del ayer, pero en seguida el otro empieza a colarte tantos.

Y nos cuelan tantos.

De pronto pensé en lo que quizá era, aunque no lo pareciera. Anda, éste me la va a colocar a mí, pensé, con cinismo. Y se me aguó la fiesta. Exactamente igual que cuando, hace ya tantos años, vi que elegían presidente de Estados Unidos a un hombre de piel oscura, el primero, y el corazón se me puso a brincar, pero en seguida me dije, espera, y esperé, ya con mi medio labio escéptico doblado hacia abajo, y, en efecto, luego vinieron su tibio parlamento en El Cairo, vino que Guantánamo continuaba abierto, y sus nefastas intervenciones en Oriente Medio. Y etcétera. Después de lo cual llegué a la conclusión de que, al fin y al cabo, a lo mejor no era negro-negro.

Dejar de creer en los políticos buenos, o mejor sería decir en la bondad ocasional de cualquier ser humano poderoso, es algo que también se nos arrebata a fuerza de disgustos, y en algunos países andamos más arrebatados que en otros, más disgustados, más desposeídos de aquella inocencia original que quizá los jóvenes no conozcan, porque ya nacieron estafados, pero que para mi generación era algo valioso.

No estoy hablando de errores ni de meteduras de pata ni de donde dije digo digo Diego. Hablo de la estafa moral, del fraude de la conciencia. De eso estoy hablando. Del engaño. Equivócate si quieres, desdícete, recapacita, toma otro camino. Pero sal al balcón y cuéntamelo. Cántamelo. Detállamelo. Consúltamelo. No soy idiota, y soy tan frágil y humana como tú. Soy capaz de entenderlo. Hazlo clarito.

En todo eso pensé al ver cómo se le deslizaba al presidente la lágrima que cayó donde cayera, o que se enjugó sin disimulo, plenamente consciente. Pensé en cuánto me gustaría recuperar la confianza, que no la fe, pues la fe en política resulta tan equivocada como estéril. La confianza.

Ese es el trabajo que los nuevos políticos, los que vienen de abajo y todavía no están trasteados, tienen por delante. Arreglárselas para que recuperemos la confianza.

Y es importante, es lo que más importa. Que inauguren otra forma de hacer y de hablar, mientras, en sus cuarteles, los fraudes del ayer siguen lanzando pelotas que nadie ya recoge.

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