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Los lametazos de la corte no visten al rey

Juan Carlos I y Corinna zu Sayn-Wittgenstein.
11 de julio de 2020 21:19 h

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Hay un espectáculo al que resulta especialmente violento asistir cuando se presencia de manera involuntaria. Ver arrastrarse y humillarse a voceros y plumas adulantes que intentan salvar a su regio del oprobio y la deshonra produce sonrojo y cierto grado de conmiseración. La corte anda estos días revuelta mandando a sus vasallos a proteger a la corona, una representación pornográfica que lacera la dignidad ajena y hace más daño al bien que aspira a proteger por lo grotesca. Dejen de lengüetear, hay que amputar. No saben hacer otra cosa, pero deben parar en honor a la virtud. El rey está desnudo y ningún lametazo de la corte podrá generar tanta saliva como para ocultarle las vergüenzas.  

La monarquía ha sobrevivido porque el velo de silencio mediático sobre un comportamiento corrupto y censurable permitió durante muchos años construir una imagen ejemplar que hacía que el rey tuviera buena imagen hasta en los votantes del PSOE. Felipe VI tiene un severo problema si los únicos capaces de defenderle son la extrema derecha y Pablo Casado con argumentos filocorruptos. 

La única manera de ganar tiempo para salvar a Felipe VI es colgar la cabeza del emérito junto a la del elefante de Botsuana. Lo intentó con un comunicado cobarde cuando los españoles estábamos luchando por sobrevivir a la pandemia, a ver si no nos dábamos cuenta. Pero nos dimos. Lo primero que tiene que hacer el jefe del Estado es mandar a su padre a una jaima en el desierto y que pase sus últimos días refugiado por los sátrapas saudíes. Es hora de devolver favores.

En noviembre de 2014 apareció en el BOE un anuncio: “El Consejo de Administración del Patrimonio Nacional, en su sesión del 19 de junio de 2012 acordó aceptar la donación de un automóvil (n.º de chasis ZFF73SKB000181574). Posteriormente, y previa propuesta de S.M. el Rey, el Consejo de Administración del Patrimonio Nacional, en su sesión del 19 de febrero de 2013, adoptó el acuerdo de iniciación de los trámites necesarios para la desafectación del citado automóvil”. A pesar de que el Gobierno intentó ocultar la procedencia del vehículo poniendo tan solo el número de chasis, la historia detrás de ese coche ya era conocida sin que hubiera trascendido demasiado. Juan Carlos I acudió en noviembre de 2011 a visitar el Gran Premio de Fórmula 1 de Abu Dhabi. El monarca fue acompañado de su amante Corinna zu Sayn-Wittgenstein e invitado por Mohamed bin Rashid al Maktoum, sultán de Bahrein. La visita del monarca al país árabe le dio la oportunidad de volver con un suntuoso regalo, dos coches de la marca Ferrari valorados en más de medio millón de euros. Años más tarde, después de que el rey se fuera a cazar elefantes, fueron vendidos en subasta para intentar limpiar la imagen del monarca. 

Nunca jamás a nadie se le ocurrió decirle a la Casa Real que no se aceptan ferraris como regalo. Pero era difícil convencer al rey de que no hiciera algo con lo que se había criado. Su primer yate, el Fortuna, fue un regalo del rey Fahd de Arabia Saudí como muestra de “entrañable amistad”. En la comisión rogatoria enviada por Bertossa al juez de la Audiencia Nacional Manuel García Castellón se informaba de 100 millones de dólares regalados por Arabia Saudí y de un ingreso de 1,7 millones de euros regalados por el rey de Bahréin, Hamad bin Isa al Jalifa. Era su proceder y era inviolable, quién le iba a decir nada si además la corte a su alrededor se beneficiaba de las migajas que dejaba caer. 

El amor del emérito por las dictatoriales familias reales se basaba en una generosidad recíproca sin límites. Ahora sabemos que no se debía solo a jugosos regalos de protocolo, sino a millones de euros en cuentas en Suiza a cambio de que el monarca blanqueara comportamientos criminales. Por eso fue el primer miembro de occidente en fotografiarse sonriendo con Mohamed Bin Salman en plena investigación por el asesinato del periodista Jamal Khashoggi. Los pagos en cuentas suizas bien valían poner en evidencia al país que tantos años reinó. Tener como amigos entrañables a sátrapas y jerarcas de comportamiento dudoso sirve para que no tengan demasiados remordimientos cuando sea preciso pedirles favores. Cuando la infanta Cristina cayó en desgracia por la implicación de Iñaki Urdangarín en el caso Nóos el emérito levantó un teléfono y logró que se le diera un sustancioso puesto en la fundación que el Agha Khan, heredero del título de los imanes de los ismaelitas nizaríes, tenía en la capital suiza. Un país que tan bien conoce el emérito.

Pero, sin duda, el suceso que mejor marca cómo la biografía económica del rey pone en cuestión la biografía política que el relato tóxico de la transición ha impuesto de su figura es una carta enviada el 22 de junio de 1977. Ese día el monarca envió una misiva a Reza Pahlevi, Sha de Persia, para rogarle una donación económica que permitiera la consolidación de la monarquía. La carta, a la que se tuvo conocimiento por la publicación de los diarios de Asadollah Alam, primer ministro iraní, explica al Sha la situación política de España en aquel momento. Juan Carlos I muestra a su amigo la necesidad de apoyar a la UCD de Adolfo Suárez y el peligro por el ascenso del Partido Socialista que, en palabras del rey, “supone una seria amenaza para la seguridad del país y para la estabilidad de la monarquía, ya que fuentes fidedignas me han informado que su partido es marxista”. Para evitarlo, para dar apoyo económico a Adolfo Suárez, le pidió diez millones de dólares que lógicamente le fueron enviados, pero que no terminaron en manos de UCD, al menos de manera íntegra, ya que según José García Abad en su biografía de Adolfo Suárez el dinero llegó de forma desigual a Zarzuela y Moncloa y añadía: “El episodio hay que inscribirlo con más propiedad en el capítulo de la picaresca real”.

Han sido muchos años ocultando los desmanes del monarca. Pero ha sido la actitud del emérito durante tantos años la que ha hecho imposible mantener el engaño oculto, esa práctica de esconder las prácticas reales para no perturbar a la plebe ha sido heredada por Felipe VI, que en medio de la crisis más dramática que ha vivido el pueblo español intentó ocultar el escándalo con un comunicado de tapadillo que permitiera robarnos el debate que nos merecemos. La pervivencia de la monarquía está en cuestión por la propia genética borbona, no busquen culpables fuera de Zarzuela. Ahora ha sido Corinna quien ha escrito el nombre de Juan Carlos I en un ostracon, pero la tinta ha sido la saliva sumisa de quienes han querido tapar tantos años de abusos y atropellos. Sentémonos a esperar la tercera.

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