La apertura del juicio oral contra la ya suspendida en sus funciones de diputada, la ex presidenta del Parlament de Catalunya, Laura Borràs, ha generado -y generará- intensos debates, donde por desgracia palabras gruesas taparán lo que debería de ser un debate racional y sereno, con conclusiones quizás opinables, pero no merecedoras de la expulsión al Averno de quien las formule. Algunos llaman a este debate debate democrático.
Como Oriol Solé en su detallada pieza del viernes pasado dejaba bastante claros los contenidos más relevantes de la causa penal, me centraré en algunos los puntos que pueden tener más relevancia tanto en su vertiente judicial como en el reflejo de la misma en la política catalana y, posiblemente, española.
En primer lugar, los hechos se conocen desde hace ya mucho tiempo. Cuando Laura Borràs era diputada en el Congreso fue citada a declarar ante el Tribunal Supremo y, en ejercicio de sus derechos, se negó a ello. Era 2019. Pero antes, ya siendo Consejera, también supo -y supimos- del caso. Cuando fue escogida Presidenta del Parlamento -insólita decisión que la nº 1 del partido minoritario de una coalición no sea la vicepresidenta del gobierno que se forma- era de sobra conocido su avatar judicial. Cuando hace menos de 100 días fue elegida presidenta de JuntsxCat -pese a no ser la miembro más votada en el congreso de su formación-, su tránsito judicial era totalmente público. Por tanto, nada hay de sorpresivo que ahora se abra juicio oral por delitos de falsedad en documento público y de prevaricación, delitos por los que, además de una fuerte inhabilitación, la fiscalía pide seis años de prisión.
No hace mucho, en estas mismas páginas, reiteré mi ya antigua tesis de que, aunque no lo imponga la ley, cuando a un electo se le abre juicio oral, desde el punto de vista del conflicto de intereses -el ejercicio del cargo y la atención que requiere su defensa-, lo éticamente correcto es la dimisión. Obviamente no es una obligación legal, pero es una pauta de conducta muy seguida, pues pacifica también la vida política, aspecto institucional a tener en cuenta. Puede ser injusto desde el punto de vista personal, pero la política no solo va de derechos de sus agentes, sino también de obligaciones, tanto éticas como legales, en cuyo cumplimiento se basa la ejemplaridad que el sistema reclama.
Es obvio que Laura Borràs no ha dimitido. Ciertamente está en su derecho y no infringe norma alguna. Sin embargo, como la política es institucional, trasciende a los sujetos individuales. Por ello, el Parlament de Catalunya, en plena resaca de la época de corrupción de dirigentes de Convergencia Democrática, acordó, por unanimidad, antes de que el procés adquiera su máxima exponencial, es decir, sin imposición ajena a Catalunya en modo algo, reformar el Reglamento del Parlament -que tiene valor de ley como todos los reglamentos parlamentarios pese a su denominación-, introduciendo el artículo 25.4. En este sentido, impone a la Mesa de la Cámara la obligación de la inmediata suspensión de un diputado cuando la misma tenga conocimiento de que se ha abierto juicio oral a uno de sus diputados por delitos vinculados con la corrupción. Si hubiere dudas respecto a la vinculación, demandará un dictamen a la Comisión del estatuto del Diputado. En fin, en este estado de cosas, pedir que no se aplique una norma porque a la interesada le perjudica, no parece algo muy acorde con el derecho ciudadano a un buen gobierno.
Sigamos. La corrupción no es una categoría delictiva, sino una conceptuación político-criminal, que, con el tiempo hemos ido afinando en la teoría y la práctica. Doy por buena la definición de la misma que efectúa la Comisión Europea en su Informe sobre la lucha contra la corrupción en la UE (2014). Se puede hablar de corrupción cuando hay “abuso de poder para obtener réditos privados”. Dos consecuencias evidentes: los réditos privados pueden ser propios o ajenos del corrupto y no han de ser necesariamente de contenido económico. Por tanto, haya dinero por medio o no, cabe hablar de corrupción, aquí, solo de presunta corrupción, pues no hay aún ninguna resolución condenatoria dictada en el caso.
La mayoría de los miembros de la Mesa de la Cámara catalana -todos menos los de la formación de la entonces todavía Presidenta- no albergaron duda alguna sobre el carácter corrupto de los presuntos delitos: fragmentación durante más de 4 años de contratos de servicios, a favor de un conocido, rompiendo las reglas de la competencia que presiden la contratación pública, alterando los concursos con candidatos que no habían formulado oferta alguna y obteniendo una facturación de más de 330.000 euros en 18 operaciones. El amiguismo es, claro está, una de las manifestaciones más claras y antiguas de la corrupción. Es decir, constituye una manifestación abusiva de poder para obtener réditos privados. Este presunto montaje ha derivado en la apertura de juicio oral contra dos intervinientes más, lo que denota cierto grado de organización y perpetuación en el tiempo. Así las cosas, la mayoría de la Mesa no albergó duda alguna respecto al carácter corruptivo de los presuntos delitos.
Sin embargo, la presunción de inocencia de la ahora diputada suspensa en nada se ve afectada. Para empezar, la presunción de inocencia es un derecho fundamental, pero que muy fundamental dentro del proceso penal, en especial en el juicio oral para poder imponer, si es el caso, una condena con todas las garantías, es decir, basándose, para lo que aquí interesa, en pruebas legitimas de cargo más allá de la duda razonable. Ni el Parlamento ni la opinión pública, con sus decisiones o expresiones, afectan al derecho a la presunción de inocencia. La suspensión parlamentaria no es ninguna condena ni prueba indiciaria, ni los juicios de valor que expresen al respecto otros políticos, los opinadores o los ciudadanos en general tiene valor alguno de prueba de cargo. O, dicho de otro modo: Laura Borràs es tan inocente como cualquier lector de este artículo, no condenado penalmente, antes y después de su suspensión parlamentaria. Además, sobre ella, procesalmente, no pesa ninguna medida cautelar.
Ahora bien, esta suspensión -recordemos, acordada por una norma aprobada unánimemente por la Cámara catalana- comporta varias consecuencias procesales y políticas. La primera de ellas estriba en determinar cuál es el status del diputado suspenso. ¿Pierde todos sus derechos menos el de ser declarado en suspensión? La primera de esas consecuencias que salta a la vista, aparte de las retribuciones y otras distinciones honoríficas obliga a determinar si Borràs ha perdido o no su aforamiento, es decir, si ha de ser juzgada por un tribunal ordinario -aquí una sección de la Audiencia de Barcelona- o si debe seguir aforada y, por tanto, sería juzgada por el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya. Este será otro caballo de batalla. Sin tener en cuenta los tiempos de espera en una u otra vía para ventilar el juicio.
Por si la situación no fuera ya complicada, aparece un nuevo elemento. ¿La diputada suspensa puede ser sustituida por el siguiente de su lista? De no ser así, tendríamos un diputado suspendido, sin derechos, pero que bloquearía la lista en la que ha sido elegido y alteraría numéricamente la composición del Parlament y, por tanto, las posibles mayorías y minorías del mismo. El tema no es baladí. ¿El nuevo diputado o diputada, de entrar en su escaño, lo sería de modo provisional hasta la recuperación del asiento por parte de la suspendida o hasta la disolución de la Cámara?
No quedan aquí las incertidumbres que genera la actuación de Borràs. En efecto, no solo queda en esa irreal situación de vacante-en-suspenso de un escaño, sino que aún peor parada queda la presidencia del Parlamento y de la Mesa de la Cámara. Así es, provisionalmente, la presidencia la ostenta en plenitud de funciones, pero provisionalmente, la vicepresidenta primera del Parlament. JuntsxCat ha manifestado que no piensa cubrir esa vacante, empezando por la de diputada. Además de la irregularidad que supone alterar el número real de diputados, esa situación se traducirá en la Mesa. La actual mayoría independentista desaparece. Solo el voto de calidad de la presidenta actual puede romper los empates que se produzcan, situación de empate que modifica la aritmética parlamentaria salida de las urnas.
Finalmente, este es el problema político de mayor calado. Se produce una alteración de la composición del Parlamento, alejándose de lo que se decidió en las urnas por los ciudadanos soberanos. No se trata de que quepa salvar tal o cual votación; o de que quepa desestimarse tal o cual propuesta. La cuestión capital estriba en que por la voluntad de una diputada, por hechos imputables solo a ella, se ponga en juego un resultado electoral y, por tanto, el statu quo que de él se deriva. En el servicio público, a diferencia de lo que sucede en la esfera privada, los usos democráticos imponen sacrificios particulares para que el bien común siga fluyendo. Es mucho más que una decisión jurídica: es una decisión de decencia política, cuando menos, desde la perspectiva del ciudadano. Gravedad que se agranda cuando se trata del cumplimiento de normas propias y no impuestas, como en ocasiones anteriores de modo más que discutible ha sucedido. He aquí una buen tema de reflexión y de acción en consecuencia.
Siguen apareciendo temas nada menores que no se han resuelto antes, por lo que alcanzo a ver, en nuestras instituciones, asuntos que podrían resolverse de un plumazo si la ex Presidenta dimitiera de su escaño. Su dimisión, obvio es decirlo, no le afecta en nada en su status procesal ni supone en absoluto reconocimiento alguno no ya de culpabilidad, sino incluso de una mínima responsabilidad en los hechos.
La dimensión política de la apertura de juicio oral por delitos que la Mesa del Parlament ha considerado vinculados a la corrupción supera con mucho el ámbito judicial. Tanto por el rango de la persona acusada como por la relevancia de su cargo sería muy conveniente que en las futuras e inminentes decisiones se tuviera en cuenta, no solo las perspectivas personales -por supuesto a ponderar-, sino las perspectivas institucionales y orgánicas.
No cabe partir forzosamente de los apriorismos que suponen el frecuentemente blandido de que en momentos de crisis no es debido abandonar el cargo o el imprescindible apoyo numantino al compañero en dificultades. Ni lo primero es verdad ni lo segundo es tan numantino. En especial, los apoyos de esta clase, más allá de declaraciones altisonantes y no huérfanas de insulto a terceros, con los séquitos de conmilitones hasta la puerta de los juzgados -tristes fotos-, como si se fuera a llegar hasta las últimas consecuencias, esto es, hasta la inmolación política de los seguidores, tiene plomo en su alas. Aquí, ya se han manifestado quienes dicen apoyarla hasta el final: la situación procesal de Borràs no va a poner en peligro el Gobierno de coalición en Catalunya, al menos por ahora y por estas circunstancias.