Odiar y amar son sentimientos, no delitos. Y como tales son parte del ser humano. Es cierto que el odio cuando se expresa nos incomoda, nos inquieta, nos preocupa y hasta nos ofende.
Se equivocan quienes pretenden hacernos creer que el odio, de por sí, es un delito y que quien lo expresa, un criminal. No son las emociones ni los sentimientos lo que se juzga con los denominados, y tan de moda, delitos de odio. Nada más lejos de la realidad. Pero viendo el clima que se está creando al respecto parece que el hecho de expresar sentimientos hostiles hacia representantes públicos o políticos es motivo suficiente como para verse inmerso en ese proceso penal.
En los últimos meses nos hemos encontrado con sujetos que –lejos de pertenecer a uno de los colectivos que las declaraciones de derechos humanos califican como vulnerables por el color de su piel, su identidad de género, su origen, su orientación sexual, sus ideas…– trasladan a la opinión pública un mensaje distorsionado sobre lo que son los delitos de odio. En sintonía con esta distorsión y a partir de los incidentes de Lavapiés y la muerte por aclarar de Mame Mbaye, tenemos noticia de cómo diferentes sindicatos de la Policía Municipal de Madrid que han acudido a la Justicia dicen ser víctimas de un delito de incitación al odio.
Al hacerlo están tergiversando una tipificación penal que no está para protegerles del insulto, la crítica, la rabia, la indignación o la mentira. Ignoran yendo a esta vía legal, que la calumnia, los delitos contra el honor, las injurias e incluso el atentado contra la autoridad tienen su propia tipificación penal. Sin embargo, con este uso inadecuado dejan en el imaginario social una huella peligrosa de estigma hacía lo que representan quienes acusan como autores de esa incitación: la legítima rabia e indignación.
Olvidan quienes promueven estas denuncias que los delitos de odio no están para castigar sentimientos, actitudes vitales o modos de pensar (por muy reprochables que sean). Tampoco están para proteger su ‘integridad’ ni su ‘verdad’. Los delitos de odio están para salvaguardar a esos colectivos más vulnerables que sufren sistemáticamente la violencia que promueven o amparan las instituciones públicas por motivos prohibidos en las leyes. De hecho, Mame Mbaye pertenecía a uno de esos colectivos por el color de su piel y salir corriendo detrás de él por el solo hecho de ser mantero no se corresponde a lo que en derechos humanos entendemos por proteger.
En España vivimos un momento de gran confusión entre lo que es el ‘lenguaje del Odio’ y el ‘lenguaje con odio’. El primero, es la antesala de la violencia que se dirige a una persona por pertenecer a uno de esos colectivos vulnerables, y para su reconocimiento jurídico hacen falta mucho más que palabras. El segundo, es parte de la expresión de sentimientos que (como dice Antonio Damasio) representan la forma que tenemos los humanos de comunicar nuestros estados mentales. Con esta diferenciación no se trata de negar la influencia que tienen los sentimientos en la comisión de los hechos delictivos, pero sí se quiere no interferir en un derecho clave (el de la libertad de expresión) y no olvidar a quienes necesitan de una mayor y mejor protección (los nadie).
Si lo que se juzga con los delitos de odio no es lo que se piensa y expresa sino las palabras y acciones que propagan, incitan, promueven o justifican el odio hacia alguien por el color de su piel, orientación sexual, religión, origen, identidad de género, etnia, situación económica, capacidades, género… ¿por qué hay miembros de la Policía Municipal de Madrid que se sienten legitimados como víctimas de este tipo penal? Son autoridad, no colectivo en situación de vulnerabilidad. ¿Acaso no tienen otra vía penal para reclamar lo que sienten que es justo? La tienen. Pero el argumento del discurso del odio tiene en este momento mucho más tirón para lograr atención.
La denuncia, la rabia e indignación que contienen los mensajes de las personas denunciadas por distintos sindicatos de la Policía Municipal de Madrid (Rommy Arce, Juan Carlos Monedero, Ramón Espinar y Malick Gueye) es perfectamente legítima dentro del derecho a la libertad de expresión:
Si quienes ostentan una posición de autoridad o de poder pervierten el sentido de un instrumento legal que surgió para amparar a quienes necesitan de especial protección, se corre el riesgo de entrar en dinámicas que son, precisamente, las que se busca combatir con los delitos de odio: las de la arbitrariedad pública y discriminación injustificada que dan pie a las violaciones de derechos humanos.
No podemos aceptar que se persiga la rabia de luchar contra lo que nos indigna o nos oprime porque ese es (y ha sido) el sentimiento motor detrás de muchas de las acciones colectivas pacíficas que nos han hecho avanzar en libertad e igualdad. Porque la rabia ante la injusticia es Dignidad.