Lena Dunham y el Yurupary

Olía a lombriz. Poco después de que la buseta saliera del terminal de San Gil, en el departamento colombiano de Santander, las nubes negras consiguieron sortear el cerro de la Cruz. Un grupo de pájaros negros volaba en forma de lanza entre las paredes del cielo de la ciudad, ahuyentando del terminal a las vendedoras de plátano frito y maní, avisando a todos de que comenzaba el invierno.

El conductor inició el descenso por la tortuosa carretera y los árboles, las palmeras y toda la vegetación que las habita y rodea se ensancharon al contacto con el agua, oprimiendo aún más el hilo de tráfico que atraviesa el valle. Un río marrón cogía fuerza en la cuneta, empujándonos hacia abajo. Los habitantes de la carretera nos miraban de pie bajo sus porches. Yo miraba el móvil. Todo lo divisaba de forma intermitente, por el rabillo del ojo, mientras repasaba el Instagram Stories de mi gente predilecta, que es gente con la que no hablo. De modo que en plena época de desprendimientos mortales en Colombia, el aguacero competía con fotos oscuras de conciertos, brindis al sol, torrijas y boomerangs de bebés.

Me odié. Bloqueé el teléfono guardándolo en un bolsillito muy a mano y respiré hondo. Trababa de estar donde realmente estaba, aunque cabía la posibilidad de que yo no estuviera allí, ni siquiera mi cuerpo. Podía no estar inhalando ese olor a tierra quebrándose por exceso de agua, ya que por unos pocos miles de pesos había conseguido una tarjeta de datos que cubría prácticamente todo el país, y mi cuerpo se estaría pixelando –qué es un cuerpo sin mente– para después escurrirse y dispersarse a través de dos letras en la pantalla: 3G.

Paradójicamente, Bogotá, la caótica capital, debía servirme desconectar y calzarme los tobillos de nuevo. El lugar en concreto era el Museo del Oro, que posee la colección de orfebrería prehispánica más grande del mundo. En él se exhiben toda clase de ornamentos de oro puro que los caciques de las tribus indígenas precolombinas utilizaban para brillar, transformarse en animales, plantas, rocas y otros objetos para poder ver el mundo desde otro punto de vista; pueden conocerse leyendas de las civilizaciones que divinizaban la naturaleza y la honraban con ofrendas y sacrificios. También se muestran los utensilios que los chamanes empleaban para el trance con la coca, el hayo o el yagé, que era la forma de visitar los otros dos mundos –superior y el inframundo– y por tanto la vía más profunda de conocimiento y predicción. Las aves simbolizaban el mundo de arriba; la gente, los jaguares y los venados el mundo intermedio, y los niveles inferiores se representaban por murciélagos, caimanes y serpientes.

La primera vez que visité esta exposición me resultó desconcertante y afrodisíaca, ahora acudía a ella en busca de una cura para mi adicción mental a internet, a los contenidos y opiniones. Pero esta vez ocultaba un rosario en el bolsillo, en forma de Iphone.

Llegué a la vitrina de mi pieza favorita, la máscara antropomorfa del valle del Cauca, Tierradentro, que data del 200 a.C. Le saqué una foto y dejé que sus ojos vivos me juzgaran y me hablaran. Poco después estaba en la cola del baño. Delante de mí, encaramado al hombro de su madre, un bebé de ojos negros me sonrió repentinamente. Yo le sonreí, conmovida, luego la jovencísima madre me sonrió a mí con la placidez que ansiaba. Me encerré en el baño y empecé a hacerme selfies mientras me aguantaba el pis. No tenía ninguna intención de publicarlas, por eso me pregunté: ¿Por qué me saco fotos anodinas si hay un espejo sobre las pilas? Quizá quería comprobar que Colombia había empezado a borrarme las ojeras, o era posible que, después de ver la máscara de oro, deseara inconscientemente desenterrar la mía. Quizá se trataba de una manera de tocarme, de buscarme. La alienación que sentía cuando llegué era mucho más que estrés acumulado y un exceso de internet. Era un desenfoque, un sinsentido que se había adentrado en mi organismo.

Fui directa a la tienda de souvenirs para dejar de pensar. Allí encontré ridículas reproducciones de las joyas milenarias y una sección de libros bastante extraña. Sólo había seis, todos distintos. La mayoría eran guías arqueológicas técnicas, envueltas en bolsas de plástico polvorientas, excepto uno: Dos mil tres lunas, de Flor Romero. La escritora y periodista colombiana lleva más de 40 años investigando y adaptando a la literatura mitos, ritos y leyendas de América. En mis manos estaba la leyenda de Yurupary, que transcurre en territorios aledaños al río Vaupés, cuyos dominios se extienden por las selvas de Colombia y Brasil.

Yurupary fue un cacique y un héroe que nació de una virgen, y fue quien arrebató el poder a las mujeres en unos tiempos remotos en los que ellas mandaban sobre los hombres. Las primeras páginas del libro abrían con la escena siguiente: las mujeres andaban preocupadas por la escasez de hombres y se reunieron en un lago, dentro del lago. Las más jóvenes propusieron rejuvenecer a los viejos, y las mayores querían lanzarlos al río para que los devoraran las pirañas. De pronto descubrieron un viejo ladino espiando la asamblea, pero una fuerza inmovilizó sus piernas y tuvieron se vieron obligadas a escucharle: “Envejecí buscando a la mujer paciente, discreta, capaz de guardar un secreto. Pero ya veo que se cuentan todo, como si tuvieran un afán incontrolable de comunicación”. El viejo las llamó cotillas, las acusó de querer exterminar a los ancianos y las condenó a la próxima generación femenina a quedarse al margen de todo asunto importante. Y añadió el viejo, aún en el agua: “Dentro de algunas lunas, todas darán a luz, pues están preñadas. Yo las he fecundado”.

Anunciaron el cierre del museo por megafonía. Compré el libro y salí a la plaza. [SPOILER] Cuando desbloqueé el móvil apareció la imagen de Lena Dunham en el papel de Hannah Horvath, protagonista de Girls, sosteniendo un bebé. Me acababan de desvelar el final del último capítulo de una serie que adoro, en la que Dunham, creadora y actriz principal, ha hecho mucho por retratar con honestidad y con un discurso propio, a un grupo de jóvenes occidentales, blancas y urbanas. Contra todo pronóstico, como una muerte anunciada, Hannah había decidido tener el bebé.

El spoiler me relajó. Sin haber visto el capítulo –en el momento en que se publica este texto, no lo habré visto aún– el desenlace me satisfizo solo por la airada opinión de un amigo acerca del posible final de la serie: había gente que, como él, opinaba que Hannah tenía que abortar. Lo contrario significaría tirar por tierra el discurso feminista que se había mantenido durante todas las temporadas.

Me senté en un banco y busqué la reacción de Dunham a la decepción de parte de su público, y la encontré: “Es casi un test de Litmus que muestra cómo la gente se siente en su vida, o qué piensan que es apropiado. Es interesante ver que el hecho de tener un bebé está tan politizado, en las sociedades liberales, como abortar. Eso genera debates interesantes”.

Estuve leyendo todas las opiniones que los medios publicaban sobre este final, las incendiarias declaraciones de la crítica social Camille Paglia y las opiniones que ésta había suscitado. El hipertexto me condujo a un artículo sobre eyaculación femenina (¿?), otro sobre maternidad como esclavitud o poder, que luego iba relacionando con los posts de las madres a las que seguía en redes sociales, y con mi lectura de Quién quiere ser madre, de Silvia Nanclares.

Cuando me di cuenta era casi de noche y estaba agotada, como si hubiera parido, pensé. Entonces me percaté de que reflexionar sobre la maternidad me ayudaba a huir de la alienación. Sin querer yo ser madre, los textos sobre la gestación y su dimensión política y social me ayudaban combatir la tendencia propia y la de los demás a conceptualizarlo todo, a opinar sobre todo. Como con las leyendas indígenas, la maternidad como leyenda imaginada, o la de otras mujeres, me aproximaban a mi propio cuerpo. Y eso solo podía significar una cosa, y bien triste, que no tenía nada que ver con mi propia fertilidad: a día de hoy, mi cuerpo me queda bastante lejos, y un parto, aunque sea conceptual, se me antoja como el momento más álgido de la presencia, la cúspide de la corporeidad. Por el contrario, yo tengo la permanente sensación de vivir en mis ojos, entre en mis sienes. En mi cabeza.

Después de la breve visita bogotana volví al monte. Anduve por barrizales y caminos escarpados buscando sombras, y en esas sombras, con el corazón a punto de salirse, los labios salados y las picaduras ardiendo, busqué de nuevo la pantalla del móvil y hallé nuevos contenidos de interés.

Hasta que llegó la tarde del aguacero. Iba en un viejo 4x4, nos dirigíamos a la finca de un amigo cuando la lluvia empezó a descontrolarse en el páramo, entre el valle de San José y San Gil. Ya a la salida de la ciudad las carreteras asfaltadas se estaban convirtiendo en ríos. El agua no paraba de caer y mi amigo no paraba de decir que nunca había visto algo semejante, hablaba del invierno y del cambio climático, mientras por ambas laderas caían enormes cascadas de agua y barro.

A medida que avanzábamos hacia el camino de tierra empezamos a ver desprendimientos, piedras, reses que se reunían y miraban de reojo, aterradas. Sugerí que diéramos media vuelta, pero para entonces estábamos ya subiendo un estrecho el sendero que se derretía bajo las ruedas. De pronto, tras las gotas y el vaho, vimos un montón de piedras grandes cortando el camino. Mi amigo no dudó: “Hay que sacarlas, rápido”. Salimos del coche y empezamos a hacerlas rodar a lado y lado, las manos se me ennegrecieron, por un segundo me las miré y de pronto oí un movimiento entre unos arbustos, por encima de nuestras cabezas. “¡Cuidado!”, grité. Una piedra rodó hacia nosotros desde lo alto de la montaña, pero conseguimos esquivarla. Corrimos de nuevo hacia el coche, empapados, mirando al cielo de la montaña.

Cuando llegamos a la finca me sentía totalmente plena. El miedo me había devuelto a mi cuerpo: yo estaba llena de vida y mi móvil lleno de barro. De pronto sólo era un objeto manchado.

Esa misma noche me hice algunas fotos desnuda, como si quisiera conservar ese estado para siempre, a sabiendas de que eso no iba a suceder. Y recordé una reflexión del filósofo Santiago Alba Rico: hoy en día nos hacemos muchas fotos, más que nunca, pero casi nunca nos mostramos desnudos ante nadie. Alba Rico cree que el cuerpo está dejando de servirnos, ni siquiera nos sirve ya para el deseo y el trabajo: “El cuerpo es un dinosaurio o una piedra de sílex […] y lo seguimos necesitando para nacer y morirnos”.

Esta vez sentí un miedo paralizante. Pronto volvería a mi rutina, a mi rosario y a la catequesis de los debates feministas en las redes sociales, a todos los debates a los que me siento obligada a asistir. La aventura colombiana quedaría en una sobredosis de oxígeno y me auto mutilaría de nuevo, sin límites, con el surtidor de ideas y comentarios.

Precisamente sobre cómo combatir la adicción al móvil y sobre sus consecuencias existen muchos artículos interesantes en la red. Sin embargo la fuerza absorbente de las tecnologías, sumada a la del capitalismo de masas y al éxito laboral como el nuevo dios en un contexto de crisis genera una insatisfacción que creo que tiene que ver con el simple borrado de nuestros cuerpos. Conozco a más mujeres enfermas por no tener tiempo para disfrutar de sus seres queridos y hacer el amor, para ducharse despacio, caminar y oler la fruta que compran, que por el hecho de no ser madres. Por ello cabe preguntarse: ¿es posible que las mujeres nos liberemos a través de los debates?, ¿es posible combatir el patriarcado sin un cuerpo? Porque a veces, el patriarcado nos relega al cuerpo y el feminismo debería arrebatárselo para devolvérnoslo.

Nueve lunas después de que el viejo hubiera fecundado a las mujeres, todas parieron. De entre todos los bebés sobresalía la hermosa Seyuicy, que creció sana y fuerte y rodeada de la admiración y el amor del resto de mujeres. Pronto su madre le explicó que podía comer todos los frutos de la selva, excepto uno: el fruto almendrado de la piquia, un árbol silvestre con poderes para despertar instintos latentes. Seyuicy, obviamente, quiso deleitarse con el dulce fruto, y comió tantas piquias que llegó “dando saltos de alegría por haber cumplido el más grande antojo de su vida”. Entonces empezó a sentirse extraña y vio que su “orquídea” ya no estaba intacta, y que su vientre empezaba a crecer. “Madre, pudo más el antojo. Me interné en la selva y cuando encontré el árbol de piquia bajé las frutas más maduras […] y me senté a comérmelas feliz. El jugo se me escurría por las comisuras de los labios, y me empapó el pecho y el estómago, hasta llegar a la orquídea en medio de las piernas”.

Nueve meses después nacía Yurupary, que significa engendrado por la fruta. Era aún más bello que su madre y las mujeres de la tribu quisieron que fuera su nuevo cacique. Aunque hubo algunas disidentes que no querían otorgarle todo el poder, Yurupary fue investido, y más tarde promulgó una ley por la que solo los hombres disfrutarían de las fiestas y los secretos, y las mujeres quedaría marginadas y lejos del conocimiento.

Mientras me dirijo al aeropuerto en un taxi, pienso que a veces lo más liberador es hacer lo que nos salga de la orquídea, que no tiene por qué coincidir con lo que nos sale de la cabeza o de internet. Me imagino como una Seyuicy llena de gula, y a mi móvil convertido en un traicionero árbol de piquia. Hace tiempo que devoro sus frutos y que me siento extraña, hace tiempo que intuyo que no solo me llenan la mente, sino que tienen el poder de transformarme.