Que levante la mano quien haya sido violada
Qué piernas más largas. Qué guapa, ¿no? Qué celosos se pusieron mis amigos cuando supe que iba a entrevistarte. El género y el físico son nuestra carta de presentación. Y eso, queridas y queridos, es una gran putada.
El escenario: Madrid, año 2015, una sala amplia de un espacio cultural de referencia con más de trescientas personas que asisten a un acto en el que se va a hablar de pintura, de ilustración, de modos de hacer. En la tarima, dos hombres autores, un moderador también hombre y una autora. El moderador acaba de abrir la boca y se ha dirigido a la mujer. Ha soltado la burrada esa de las piernas y los celos y lo que acontece después nada tiene que ver con lo que se espera. Aquella mujer de las piernas era yo y fue entonces cuando entendí por fin que cualquier esfuerzo para que se me respetara como autora iba a ser insuficiente.
Plasencia, 2019. Entrevista con público. Contesto a la pregunta sobre mi despertar feminista y empieza la charla. Cuento también que hace menos de un mes, en Cartagena de Indias, en un festival literario donde las voces femeninas eran cabeza de cartel, viví una situación idéntica a la de 2015 al igual que la escritora Luna Miguel: Buenos días señor Queco, gracias por sus maravillosas ilustraciones. Hola señor José, qué buen trabajo. Señorita Paula, qué bella es usted!
Mi pregunta es la siguiente (...) pero que lo grave no fue aquello, sino el hecho de que cuando durante la charla se puso sobre la mesa el asunto del género mis compañeros hombres se deshicieran en evasivas.
Habría aplaudido, me habría emocionado, los habría abrazado bien fuerte al acabar si ambos hubieran sido honestos y hubieran respondido que no habían pensado en el tema, que sí, que todos los personajes principales de sus obras eran hombres, que es cierto que las mujeres aparecían en el momento en que el protagonista necesitaba que lo cuidaran o echar un polvo, que qué interesante, que se había abierto una grieta, que era un tema a abordar. Pero no. Mientras ellos hablaban como manantial que no cesa yendo y viniendo de quién sabe dónde y hacia qué lugar, en mi cabeza resonaba Rebeca Solnit. Los escuchaba mientras en sus caras brillaba esa mirada petulante que tan bien reconozco en los hombres cuando pontifican, con los ojos fijos en el lejano y desvaído horizonte de su propia autoridad.
En su no respuesta uno de ellos habló sobre la violencia en Colombia. El otro acabó explicando detalladamente cómo son los monstruos que dibuja y lo difícil que es enfrentarse a tantos dragones.
Ayer en Plasencia, en la maravillosa Aula de Literatura que organiza el Ayuntamiento de la ciudad, después de una charla con un público dialogante lleno de hombres, después de hablar de Silvia Federici, de la Bombal, de la relación de Manuela Ballester con Josep Renau, o de la de Ted Hughes con Sylvia Plath, de entender cómo el patriarcado activa rápidamente mecanismos para desprestigiar el trabajo intelectual de las mujeres o de cómo al sistema le interesa continuar devaluando los cuidados para tener mano de obra gratis y poder mantenerse, volvió a suceder. Un señor heterosexual blanco de unos cincuenta años afirmó que él no tiene privilegios y que, si por una de aquellas los tuviera, no había hecho uso de ellos. Decía que somos unas exageradas, que en España estamos muy bien. Que no generalicemos.
Lean al boxeador transexual Thomas Page McBee hablar sobre masculinidades: incluso él, que tuvo un cuerpo de mujer y sabe de lo que hablamos, se ha aprovechado inconscientemente de los privilegios que se le conceden por el simple hecho de habitar un cuerpo masculino. El señor de Plasencia seguía a lo suyo. Le comenté que me estaba haciendo un mansplaining en toda regla, que su único objetivo era deslegitimar mis dos horas de charla. Intentaba verbalizar cómo de peligroso es para nosotras este contexto plagado de opiniones como la suya. Le intenté decir que –le robo las palabras a Silvia Federici– los sistemas de explotación, siempre androcéntricos, han intentado disciplinar el cuerpo femenino y apropiarse de él, que nuestro cuerpo ha sido el objetivo principal para el desarrollo de técnicas y relaciones de poder. Bueno, vale, quizás otros hombres sí, pero yo no.
Hay algo que siempre quiero hacer y que nunca hago por respeto a las mujeres del público, pero sé que si pidiera que levantaran la mano aquellas que han sido violadas nos quedaría un mar de brazos hermoso y terrorífico. La invisibilidad social de la experiencia de las mujeres no es un “fracaso de la comunicación humana”. Se trata de un sesgo tramado a nivel social que ha persistido mucho después de que la información acerca de la experiencia femenina esté disponible. No es un fracaso, es mala fe, nos dice la escritora francesa Annie Ernaux. También nos habla de la necesidad de nombrar aunque nuestro relato provoque irritación o repulsión. Nos alienta a no contribuir a oscurecer la realidad de las mujeres, a no ponernos del lado de la dominación masculina del mundo. Lo dije. Siguió con su discurso.
Levanté el brazo y de mi boca salió algo que nunca había dicho en voz alta públicamente. “Abusaron de mí”. Silencio. “En un aula. Y parte de esto lo hago para que los institutos y las universidades sean un lugar seguro, para que ninguna otra mujer viva lo mismo”.
Las mujeres del público empezaron a levantar sus brazos.
Un mar de brazos bello y terrorífico. Un mar de brazos que eran uno solo.
La sororidad se palpaba, nos abrazaba a todas, se convertía en refugio.
El silencio de él duró solo unos segundos, después abrió la boca y continuó arremetiendo contra las de mi género.
El problema al que hombres y mujeres nos enfrentamos no son estos señores que hablan alto y atropelladamente porque tienen miedo de perder sus privilegios. El problema es mucho más complejo. Habitamos un sistema que nos invisibiliza, nos manipula, nos mata, que nos quiere mudas. Mientras estuvimos con la boca cerrada quisimos entender y nos cargamos de argumentos. Ahora la abrimos y disparamos con la precisión de un rifle Mile Marker. Nuestra piel nueva tiene una capa aceitosa, se ha vuelto impermeable y la mierda nos resbala y no penetra: todos los mansplainings del mundo juntos no podrán devolvernos a la mudez porque estamos dispuestas a resignificarnos. A nosotras y a la lengua, a las palabras que nombran el mundo, porque el mundo se ha de decir, se ha de mirar y se ha de entender también en femenino.