Los que levitan

¿Qué tiene el poder? ¿Transforma o idiotiza a muchos que lo tienen a gran escala? ¿O acaso solo hace que les salga lo que llevan dentro multiplicado?

En Francia, existe una larga tradición de lo que sucede a quienes llegan al Elíseo. Lo del potente Hollande es la repetición de lo que clónicamente ha acontecido a varios presidentes de la República francesa que, además de napoleones, se creyeron dioses afroditos. Eso, respecto a los máximos mandatarios de la República vecina.

En España, no tenemos de eso. Pero vayamos a otro escalón, más bajo pero más poderoso (con el permiso de los mercados): los presidentes de Gobierno. ¿Llegaron así a La Moncloa o el palacio les trastornó sobremanera?

No creo que se hayan contagiado del espíritu de Mary Poppins. Solo se parecen a ésta en que –ellos sin sombrilla– se elevan sobre el suelo y levitan. ¡Sí, levitan!

Los tres últimos son ejemplo vivo de ello. Así, José Mari, antes de dedicarse a intermediario mercantil internacional, él que viajaba tanto para confundirse con los gobernantes más importantes del mundo (como era él, por supuesto), y pasaba largo tiempo en el avión, llegaría a afirmar, hinchado de gas de mayoría absoluta, que “desde muy arriba, en vez de graves problemas, se ven cositas”. Nuestro hombre solo se elevaba a 10.000 metros, según los aviones de larga recorrido, sin que se sepa que se encontrara más arriba con algún dios del Olimpo salvo que, mirado en el espejo, se viera a sí mismo de tal manera aquejado del mal de altura.

Tras afirmar textualmente eso en febrero de 2001, su oponente, nuestro hombre del talante, José Luis, le recibiría en una sesión del Congreso con un simpático: “Bienvenido a la tierra, señor Aznar; buen aterrizaje”.

Llegaría este controlador aéreo a ser elegido nuestro guía y presidente del Gobierno. ¡Qué ceja y que ojo tuvimos! Desde ahí pilotaría, en caída en picado, nuestro país hasta hundirlo en un mar donde los tiburones financieros se pondrían las botas. Solo dos meses antes de irse, a poco de sobrepasar el subsuelo marino (ni los compañeros de ruta decían conocerle), en un acto en Moncloa, se referiría a su deseo de retiro dorado cuando, rememorando a Gómez de la Serna, exclamaría (también es textual) que: “El mejor destino es el de supervisor de nubes acostado en una hamaca”. No sé si conmueve más recordar ese deseo (que hizo realidad anticipada en la última legislatura cuando la crisis nos invadía) o la cara de felicidad (por llamarlo de algún modo) que le invadía.

Al comandante Zapatero le sucedería otro, cuyo mérito inicial era que parecía imposible que fuese peor que el del anterior vuelo. Pues no, el sucesor, a pesar de llevar muchos años en prácticas, avaladas por varios suspensos en sus convocatorias anteriores, se empeñaría en colocarse también a un nivel más bajo que de rasante.

También afectado por mal de altura, se sentiría igualmente miembro de los elegidos por la historia mesiánica (tras Moisés, y emulando incluso a Artur Mas). Hace meses, como los anteriores, fue recibido por Obama, y éste dijo una palabra mágica pues se refirió al “liderazgo” de Rajoy. Desde entonces, toda la caverna (que odia a Obama, no sé si por negro, sus orígenes musulmanes, o por exprogre peligroso ahora inane) estuvo varios días glosando a nuestro Viriato, que se deja el alma y la vida luchando por Iberia –no confundir con la línea aérea, absorbida por los descendientes del pirata Drake– tras ser bendecido como “líder”.

Putin y el Papa Francisco llegarían a temblar ante el liderazgo de nuestro bendito jefe. Incluso el presidente de Corea del Norte. El amigo Berlusconi, añorante de tiempos mejores, empezó su declive y se vio desplazado como líder mundial de la derecha por el sucesor de quien le invitó a una boda de El Escorial, mejor que las de Camacho en El Quijote.

Hasta que pronto, un medio madrileño (pero “mundial”) descubrió que esa palabra, “liderazgo”, Obama la repetía a todos los que iban a verle. Les decía “¡líder!”, como les podía decir “my brother”. Pero aquí estábamos entusiasmados. La única preocupación del piloto Rajoy, la prima de riesgo, descendió unas centésimas y los acólitos se sintieron más felices que los enanitos cuando Blancanieves fue besada y resucitó.

Lleno de emoción a su regreso, nuestro líder Mariano, en un arrebato cósmico, exclamó en Yuste (donde empezaría a morir el imperio): “Tendremos un mañana colmado de días azules y soleados”. Impresionante. Era Antonio Machado quien dijo eso pero Mariano, leyéndolo en un discurso preparado (en el Marca no venía), lo diría citando al portugués Pessoa (allí estaba el anfitrión de las Azores que no salió en la horrible foto y que sigue y sigue): “No sé lo que traerá el mañana”.

Tras esa retórica falsa, nuestro supremo líder, Mariano, se dejó el plasma y su cobardía y siguió hace escasos días el consejo del nefasto gurú al que obedece, como su antecesor hacía. Tras el mensaje navideño del nuevo monarca donde éste reconoció que hay españoles que lo están pasando mal, él, Mariano, compareció en televisión donde no admitió esa evidencia dicha por el rey Felipe. También nos desveló que sabía ya lo que el futuro nos depararía. Era el cuento de Alicia donde lo irreal y el disparate generan surrealismo.

Al día siguiente de los Inocentes, como una prolongación de la broma, en una estudiada y falsa telegenia, menos creíble que el show humorístico de José Mota, quiso trasmitir una apariencia de aplomo. Sólo lo superaba la falsedad de la impostura de gestos estudiados, la firmeza en el paso o el dedo designando al periodista amigo elegido para preguntar y una sucesión de mentiras repetidas. Nos dijo algo no poético, sino propio de la literatura de ficción en una catarata absoluta de autoelogios que ni Mourinho supera.

Los españoles sí que lo sabemos: queremos a alguien a quien no le dé un golpe de viento en Moncloa y no se trastorne aún más. Que no nos digan tantísmas tonterías y se crean humanos. Que no nos consideren como idiotas cuando los únicos son ellos, los que levitan. Elijamos al siguiente con más sensatez pues acaso algo de la idiotez es nuestra.