Cuando el Tribunal Supremo de Estados Unidos dictó en 1973 la sentencia que amparó el derecho al aborto en todo el país (Roe v. Wade), la mayoría de sus miembros habían sido elegidos por presidentes republicanos. Entre los siete que votaron a favor de garantizar el derecho al aborto había tres magistrados elegidos por Richard Nixon y dos por Dwight Eisenhower. Dos jueces votaron en contra, uno escogido por un presidente republicano, Eisenhower, y otro por un demócrata, John F. Kennedy.
Cuando en 1992 el debate se volvió a plantear en el Supremo fueron una vez más los votos de parte de los jueces elegidos por presidentes republicanos los que garantizaron una mayoría a favor de reafirmar Roe v. Wade. El Supremo de Estados Unidos estaba compuesto por jueces elegidos por presidentes de uno y otro partido como ahora, pero también era resultado del apoyo bipartidista en los procesos de confirmación en el Senado. Los magistrados tenían la obsesión de hacer de contrapeso según fuera inclinándose la composición para que siempre hubiera “centristas” cuyo voto no siempre fuera previsible y pudieran inclinar la balanza hacia un lado u otro sin etiquetas claras en la interpretación de la Constitución según se adapta a los tiempos. Se trata de una delicada misión que es parte de la idiosincrasia de Estados Unidos, con pocas reglas nacionales y donde los estados tienen poderes extraordinarios de marcar la vida de los ciudadanos mientras el Congreso o el Supremo no los dirijan o limiten.
También era una corte muy cuidadosa con los conflictos de interés. Cuando en 1980 Ruth Bader Ginsburg, la jueza del Tribunal Supremo fallecida unas semanas antes de las elecciones de 2020, fue nombrada jueza de la corte de apelaciones de Washington, su marido, Martin, dejó su trabajo de abogado fiscal y su exitosa carrera como uno de los especialistas más prominentes. Martin sabía entonces de la carrera prometedora de su esposa, a la que ayudó en su campaña para ser nombrada como jueza del Supremo en 1993, y quería evitar conflictos de interés sobre futuros casos.
El Tribunal que ha producido el borrador que, si se convierte en sentencia en junio, acabará con la protección nacional del derecho al aborto garantizada en 1973 es uno marcado por los nominados por Donald Trump como parte de su compromiso para las elecciones de 2016 de que haría todo lo posible para acabar con Roe v Wade -algo inusual ya que los magistrados no pueden expresar abiertamente sus intenciones sobre cómo juzgarán un caso-, donde no se respetaron las reglas no escritas de no nominar a un juez en mitad de un proceso electoral y donde los conflictos de intereses han dejado de ser un problema. Un ejemplo extremo es el caso de Ginni Thomas, la esposa de Clarence Thomas, el magistrado elegido por George H.W. Bush y confirmado en un controvertido proceso durante el que fue acusado de acoso sexual por Anita Hill. Ginni Thomas, según reveló Jane Mayer, la periodista de asuntos judiciales del New Yorker, estuvo en enero de 2021 entre las personas que más activamente trataron de movilizar a republicanos e incluso presionar al jefe de gabinete de la Casa Blanca de Trump para revertir el resultado de las elecciones presidenciales que había ganado Joe Biden. Su marido tenía que opinar sobre procesos abiertos sobre el derecho al voto e incluso sobre las querellas de la campaña de Trump -ninguna prosperó por falta de fundamento-. Pero ni Thomas se recusó de ningún caso ni su esposa escondió sus deseos de apoyar un golpe de Estado.
La mayoría de los estadounidenses está a favor de conservar la protección del derecho al aborto, una opinión consistente desde hace décadas y que importa -o solía importar- a un tribunal que interpreta un texto secular escrito para una sociedad muy diferente.
En cambio, el Supremo, que ha perdido la buena reputación que tenía entre los estadounidenses de cualquier inclinación ideológica, cada vez refleja voces más minoritarias. Las elecciones de jueces de Trump en su mandato como presidente son el reflejo de una opinión de un grupo pequeño de opinión, pero muy movilizado y que marca las primarias de su partido en lugares clave. Trump, que no tenía especial interés en el aborto y que presumía de su amoralidad, entendió que con ese asunto un grupo de conservadores clave, y a menudo escandalizados con sus comportamientos personales, lucharían por su elección. Y así fue.
En este proceso de una corte cada vez más politizada, por el camino se va quedando la confianza en una institución que estaba orgullosa de sus equilibrios internos y que a lo largo del tiempo ha empujado las libertades de prensa, de pensamiento, de religión o de orientación sexual en ese camino ideal que ha unido al país incluso con sus infinitas contradicciones. Sea como sea la decisión definitiva del Supremo -no hay que olvidar que lo publicado es un borrador-, la minoría ya está ganando.