Una libertad de expresión entre Elon Musk o Morgan Stanley
Finalmente Elon Musk ha comprado la red social Twitter por 44.000 millones de dólares. Más que una noticia financiera estamos ante una noticia sobre medios de comunicación y libertad de expresión, en la medida en que las explicaciones del nuevo propietario es que lo compra para mejorarlo, no por dinero ni por influencia. “Es muy importante que haya un escenario inclusivo para la libertad de expresión”, dijo. “Twitter se ha convertido en una especie de plaza pública de facto, por lo que es realmente importante que la gente crea y perciba que puede hablar libremente dentro de los límites de la ley”, explicó.
Su asalto a la red social comenzó con la compra de casi un 10% de su capital a principios de abril. Entonces dijo esto: “Invertí en Twitter porque creo en el potencial de ser la plataforma para la libertad de expresión en todo el mundo y creo que la libertad de expresión es un imperativo social para una democracia funcional. Sin embargo, desde que hice mi inversión me he dado cuenta de que la empresa no prosperará ni servirá para este imperativo social en su forma actual. Twitter necesita transformarse en una empresa no cotizada”.
En realidad, Twitter está a la cola de usuarios comparada con otras redes sociales, son 330 millones, compárese con los 2.910 millones de Facebook o los 1.200 de Instagram. Hasta redes que apenas tienen protagonismo en los medios, como Reddit (430) o Pinterest (459) tienen más usuarios que Twitter. La importancia de Twitter está en que se trata de la red más usada y con más influencia en periodistas, políticos e instituciones.
Es evidente que ahora el debate será sobre qué cambios prevé incorporar Elon Musk a esta red. Y, fundamentalmente, si la nueva propiedad favorecerá la libertad de expresión o era mejor con los antiguos propietarios. O, desde otro punto de vista, si Musk permitirá un descontrol que favorezca la violencia o el odio, frente a los sistemas actuales de control.
Es decir, será un debate que conllevará la asunción de que el funcionamiento democrático y libre o no, permisible para el odio y la violencia o no, de un sistema de comunicación de millones de personas dependerá, sin más, de sus propietarios. Un debate que asumirá la claudicación de nuestra libertad de expresión, que quedará a merced de unas firmas o propietarios millonarios que compran las acciones de un sistema de comunicación hegemónico en su clase.
En conclusión, no hay Estado que regule, ni que garantice, ni que vele por los derechos de los usuarios en Twitter ni en otras redes, que se han permitido sancionar, etiquetar o cancelar los mensajes o usuarios que consideraban, pero aparece un multimillonario erigiéndose en adalid de esos derechos.
El debate será si habrá más o menos libertad de expresión con Elon Musk o con los fondos de inversión Vanguard, Morgan Stanley, Blackrock, Inc, State Street Corp y Aristotle Capital Management, que eran hasta ahora los principales accionistas.
Durante décadas entendíamos que la censura a los medios de comunicación procedía de los gobiernos. Autorizaban unos periódicos, daban licencias a unas radios y televisiones, o prohibían otros periódicos o quitaban las licencias a otras radios y televisiones.
Luego llegó el mercado, con sus accionistas, su financiación, su publicidad... Si los bancos no prestaban dinero y no te refinanciaban la deuda, los anunciantes no te apoyaban o no tenías detrás grandes empresas que invirtieran, el medio también se veía obligado a cerrar. Eso sí, ya no le llamaban censura, era el mercado, amigo.
Pero ahora ha llegado un momento en que el sistema de consumo está controlado por los distribuidores, no por los productores. Ocurre en casi todos los ámbitos, por ejemplo en la alimentación, los que deciden lo que compramos no son las empresas que producen los productos, son las grandes cadenas. Ellas seleccionan qué refrescos, conservas o fruta vamos a comer, de dónde procederán y quién las fabrica o cultiva.
Sucede igual con la ropa, la empresa textil elegida por la cadena puede tener resuelta su viabilidad en la temporada o hundirse si sus productos no están en esos escaparates de la cadena de comercios.
En el capitalismo avanzado sucede algo similar con casi todos los productos: electrodomésticos, higiene, limpieza, jardinería, menaje... El productor no pinta nada, las grandes cadenas de distribución son las que decidirán quiénes son los elegidos para ser vendidos.
He explicado todo esto para acabar en los medios de comunicación, donde sucede lo mismo. Ahora son empresas tecnológicas y redes sociales las que se encargan de “distribuir” los contenidos informativos. Con las redes sociales nos pareció que habíamos llegado al paraíso de la libertad de expresión. Por fin la ciudadanía recuperaba el protagonismo, podía difundir los contenidos y las informaciones que ellos decidieran, podían leer y escuchar lo que consideraran oportuno. Todo ello sin limitaciones ni censuras. Se acababa el poder de los grandes emporios de la comunicación, el sencillo ciudadano, desde su casa, difundía contenidos igual que el Washington Post, se decía.
Pero lo que se había producido era sencillamente otro salto en el acaparamiento de poder por parte de las empresas de distribución en lugar de los productores. Es decir, redes como Facebook, Twitter o Youtube tenían más control de la información que los propios productores de contenidos. Al principio fueron neutrales, en las redes se difundía lo que los usuarios “colgaban”. Pero la llave de paso la tenían esas empresas tecnológicas.
Y así hemos llegado a que la libertad de expresión en el siglo XXI no depende de un decreto ley despótico que pueda aprobar un gobierno abusador, como preveían las distopías del siglo pasado. Nuestra libertad de expresión se mueve entre la opción de lo que considere el multimillonario Elon Musk o lo que decidan los directivos de Morgan Stanley y Blackrock. Y, encima, debatiremos sobre eso pensando que habrá alguna diferencia.
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