Lo que más sabemos de lo que somos es que aquí se asesina al que escribe o habla. O se asesina al que piensa diferente, al que dice lo que quiso, al que dijo lo que alguien no quería que se dijera. O a quien estuvo en el lugar equivocado y en el momento equivocado. Porque este último pretexto oficialista, trampa que disfraza de “crimen común” al asesinato del periodista o la periodista, no deja de ser recurso de titulares vendidos o vencidos.
Les escribo desde la Ciudad de México.
Una tarde de lluvia y desde el privilegio de poder hacer lo que hago. Esa es la paradoja mexicana: unos hablan, mucho; a otros los callan, mucho.
Pensé en hacer un texto distante, desde la mesura crítica que antepone el análisis al sentimiento, con datos para documentar la agresión al periodismo en mi país. Porque es cierto que llevamos años de estar en el poco honroso 'top five' de las naciones en que más se mutila al periodismo a golpe de balazos o hachazos o bombazos o silenciamientos forzados. México, el lugar en que a alguien como Javier Valdez lo arrodillaron para el tiro de desgracia; en que a Miroslava Breach la acribillaron en una Chihuahua indefinida; en que reporteros y fotógrafos y cronistas y editores y aprendices del oficio son silenciados porque un arma pudo más o porque un ego herido pudo menos. Pensé en hacer un texto distante, solo que no estoy para distancias.
Tengo la sensación de que de todo eso que enumero hemos hablado mucho y luego pasa poco. A pocos en el mundo les importa que el periodismo en México viva entre frentes. Será que les quedamos lejos o que todo esto no es lo suficientemente exótico para merecer una mirada empática.
No lo sé.
Les escribo desde México, en una tarde lluviosa.
Y sí, las agresiones físicas contra periodistas y medios en buena parte del país son recurrentes, sangrientas y dolidas en el centro de una médula inexistencial. Pero a la vez vivimos momentos del mejor periodismo de investigación del que tenga memoria: exgobernadores encarcelados, tramas evidenciadas, corrupciones exhibidas. Y, al mismo tiempo, voces de mujeres que denuncian la violencia machista desde redes enardecidas que quieren silenciar para alimentar las certezas. Redes contra redes, hombre contra mujer. Todo, tanto.
A México no se le entiende en un párrafo y a su asediada libertad de expresión no se la defiende en un solo propósito. Es importante ponerle contexto al agravio.
Hoy, a las agresiones del crimen y del poder político organizados hay que sumar las violencias en redes sociales que, cual marabunta, buscan imponer silencios a golpe de mayorías articuladas; y hay que sumar la diatriba antimediática que, desde Palacio Nacional, a diario nos receta el presidente como mantra de exfoliación para rascar de la epidermis nacional los “pasados neoliberales”.
¿Qué es la libertad de expresión?
En un país como el mío, ¿será un idílico espacio de construcción de identidades, de formación de comunidades, de debates ilustrados? Pues no. Porque es, a la vez, un gran territorio de redefinición de ciudadanía, de negociación de las violencias y de reingeniería de equilibrios. La voz presidencial desde la diaria conferencia matutina en Palacio Nacional, la guerra armada entre quienes silencian a golpe de metralla, la espiral de silencio a ritmo de imposiciones digitales. Pero también la libertad de escribir desde este escritorio y en esta bonita tarde capitalina.
¿Qué es la libertad de expresión?
No lo sé.
Tal vez México sea ese gran laboratorio de reinvenciones al que el mundo necesita voltear a ver.
Porque casi todo nos ha salido mal, pero aquí seguimos.