Desde hace algún tiempo, cuando asisto a reuniones en que hay invitados de diversas sensibilidades ideológicas, me impongo no hablar de política para evitar situaciones desagradables. El problema es que siempre aparece alguien que sí quiere hablar de política. Y, por alguna razón que se me escapa, normalmente es alguien interesado en hablar del Falcon, las cátedras de Begoña, las minas de Zapatero en Venezuela, las conexiones históricas del sanchismo con el estalinismo y cosas así.
En el más reciente de esos encuentros, uno de los presentes me espetó con voz de estar presionándome con su dedo índice en el costado: “Tú que eres periodista, ¿qué opinas del fin de las libertades en este país, eh?”. El hombre parecía cualquier cosa, menos un Mandela encerrado en la isla Robben: no había parado de hablar de los restaurantes que había descubierto y los viajes que había hecho y lucía ropa de marca, un vistoso Rólex y una pulserita que, como soy daltónico, no podría decir a ciencia cierta si representaba alguna bandera. Con tono respetuoso, le pedí que citara tres libertades que él no pudiese ejercer por culpa de Sánchez y, compadecido ante su desconcierto, le dije que me bastaría con una sola, a lo que masculló algo que no entendí bien sobre wokes, zurdos y Maduro. Llegados a ese punto me alejé educadamente con la excusa de que iba a servirme un refresco.
A nuestras derechas se les ha metido entre ceja y ceja que son las grandes defensoras de las libertades frente al empeño del Gobierno por eliminarlas, y han contagiado con la cantaleta a sus huestes. Isabel Díaz Ayuso condecora al desquiciado presidente argentino, Javier Milei, que ruge a los cuatro vientos “¡Viva la libertad, carajo!” como si fuese Pancho Villa en la Revolución mexicana, cuando lo que plantea es convertir la sociedad en una jungla donde prevalezcan los más fuertes, o lo que es lo mismo, quienes tengan más astucia, o más perversidad, para acumular dinero y poder. Y ahí vemos en las redes a miles de bobos en España rematando sus comentarios con el eslogan “¡Viva la libertad, carajo!”, sin detenerse a pensar que muchos de ellos serán víctimas del invento que con tanto entusiasmo aplauden. Supongo que en Argentina más de un pensionista hoy arruinado también se creyó en las elecciones el cuento de la libertad de Milei.
Hasta donde me llega el entendimiento, los gobiernos progresistas son los que han extendido las libertades en España. Gracias a la ley del matrimonio homosexual aprobada durante el mandato de Zapatero, contra la que se revolvió en su día el PP, se han podido casar hasta ahora unas 70.000 parejas gays, entre ellas de militantes y votantes de ese partido. Ni el matrimonio entre personas del mismo sexo, ni el reconocimiento de derechos trans, ni la eutanasia quitan libertades; todo lo contrario: las expanden. Y siempre han salido adelante a pesar del PP. En cambio, uno de los grandes retrocesos en materia de libertades que me vienen a la cabeza es la denominada ley mordaza, aprobada durante el mandato de Rajoy (y que los socialistas no se han atrevido a tumbar, todo sea dicho).
Seamos serios: ¿alguien me puede decir de qué libertades no pueden disfrutar Ayuso, Feijóo o Abascal y sus correligionarios del PP y Vox, que no paran de denunciar que vivimos en una dictadura? ¿Quién les impide, por cierto, decir la estupidez esa de que vivimos en una dictadura? ¿Alguien les prohíbe soltar todas las barbaridades que vomitan a diario, incluso en sede parlamentaria? Si hay alguien que se pueda quejar hoy de falta de libertad son, por ejemplo, quienes han ido a prisión o han sido multados por ofensas a la Corona. Y, que se sepa, ni la derecha ni la ultraderecha han salido en estos casos en defensa de la libertad de expresión, pese a que aplauden con frenesí a Elon Musk cuando proclama que compró Twitter para defender esa libertad hasta sus últimas consecuencias.
Por supuesto que la “libertad” que más les interesa a estos personajes es la económica. Consideran que cuatro décadas de depredación neoliberal han sido insuficientes. Que hace falta más. Todavía quedan negocios por transferir a inversionistas privados, que acostumbran responder con generosidad a quienes hacen posible la transferencia. Ya privatizaron en su día las más poderosas compañías públicas, incluyendo un banco (Argentaria), y pusieron al frente de ellas a amiguetes. Ya han privatizado áreas de la salud, incluso algún novio por ahí se ha forrado, pero queda aún lo gordo del business. Ya llevaron al abismo la educación pública para enriquecer a los colegios concertados, pero todavía se pueden sacar muchas perras en el sector. La “libertad” aún no ha llegado al transporte público, a las prisiones, al servicio de agua en varias comunidades. “Necesitamos más libertad empresarial”, llora la patronal, y lo que quiere es manga ancha para precarizar aun más el empleo y abaratar más los despidos, y, ni más faltaba, que el Estado acuda a su rescate cuando el venerado mercado les da un disgusto.
Tampoco ha llegado la libertad a los presupuestos del Estado, donde aún existen esas cosas repugnantes llamadas impuestos, que permiten mantener, con cada vez más dificultad, cierta solidaridad entre clases. “La justicia social es un monstruo horrible”, brama Milei en Madrid, y la ultraderecha y buena parte de la derecha lo ovacionan exaltadas. Hay muchas, muchísimas, cosas aún por hacer en nombre de la “libertad”. En julio pasado, por ejemplo, un senador del partido de Milei propuso permitir la venta de niños en caso de “necesidad” y siempre que no sea una “actividad habitual”. ¿Por qué un pobre no puede vender a su hijo para sacarse unos pesos, si hay oferta y hay demanda, carajo?
El debate sobre las libertades debe estar siempre presente en cualquier sociedad que se precie de democrática. Pero no nos engañemos. De lo que habla esta derecha no es de libertad. Es de devastación social. De darwinismo económico. De enriquecimiento sin límites de unos pocos. De eliminación de conquistas que se han logrado en ocasiones con torrentes de sangre. De limitación de derechos: a la educación, a la vivienda, a la salud. Los que intentan embaucarnos con que esto es libertad, que se vayan al carajo.