“Isabel y su equipo son más libres para conseguir que el Partido Popular de Madrid sea más libre y para conseguir que Madrid sea más libre, porque ese es el objetivo del Partido Popular de España: que Madrid sea libre para servir libremente a los madrileños”. El trabalenguas, pronunciado el sábado por Alberto Núñez Feijóo en el congreso del PP madrileño y seguido por una ligera inclinación de torso con los brazos cruzados sobre el pecho, pasará a los anales como uno de los actos más esperpénticos de reconocimiento de un poder político por otro pretendidamente superior. Los esfuerzos del presidente del PP por presentar dicho reconocimiento como una concesión graciosa desde Génova más que como una aceptación resignada de la fuerza de Isabel Díaz Ayuso pasaron desapercibidos.
Más allá de las consecuencias que pueda tener lo ocurrido en el futuro de la organización, lo que debería importar a los ciudadanos es qué entienden por libertad Ayuso y el 'nuevo PP' de Feijóo y qué consecuencias puede tener en sus vidas. Las propias palabras del líder conservador a la presidenta madrileña reflejan lo que significa la libertad para la derecha, no solo la española: ausencia de coerciones externas que impidan al individuo actuar según su voluntad y para su beneficio personal. Es lo que el filósofo Isaiah Berlin enunció como “libertad negativa”, en contraposición a la “libertad positiva”, inspiradora de las socialdemocracias, consistente en la creación de condiciones para que el ser humano pueda desarrollar sus actos en un contexto de responsabilidad colectiva. En su ensayo 'Repensar la auto-responsabilidad: una visión alternativa al concepto neoliberal de libertad', los sociólogos Massimo Pendenza y Vanessa Lamattina lo dicen con otras palabras, siguiendo la estela de Émile Durkheim: frente a la visión neoliberal que reduce el Estado al papel de defensor de una libertad supuestamente innata del individuo, la respuesta debería ser un Estado que “produzca” libertad, puesto que “el individuo es un producto de la sociedad y su libertad es el resultado de los derechos que el Estado produce y propaga”.
Desde sus orígenes, hace más de cuatro décadas, el neoliberalismo lanzó una ofensiva cultural para adueñarse en exclusiva de la palabra libertad, con la finalidad de expandir sin cortapisas las fuerzas del capitalismo y del mercado. “En lugares donde la 'liberación' del capital no se lograba utilizando la fuerza bruta del Estado [como en el Chile de Pinochet], la estructuración del neoliberalismo fue posibilitada por un llamado cultural poderoso a la libertad individual”, señalan los politólogos Alexander Beaumont y Adam Kelly en el ensayo 'Libertad después del neoliberalismo'. A su juicio, esta conceptualización de la libertad “era mínima, pero lo suficientemente difusa y pragmática como para ser capaz de neutralizar e incluso arrogarse movimientos que tenían el potencial de desafiarla”. Entre tanto, el progresismo, para el que la libertad como aspiración individual y colectiva ha estado presente en su discurso y en sus acciones a lo largo de su historia, abandonó, o en el mejor de los casos descafeinó, el uso del término, facilitando su apropiación por parte del neoliberalismo. Beaumont y Kelly califican de “decepcionante” la actuación de la izquierda en esta larga guerra, que no solo ha sido cultural, sino también económica. Con al apoyo de poderosos think tanks, el neoliberalismo entronizó el mensaje de que las políticas de bienestar conducían a la falta de responsabilidad y creatividad del individuo, con las consecuencias que ello ha tenido en el recorte de la inversión social y el aumento de la desigualdad.
Sin ser un partido genuinamente liberal, el PP se ha sumado desde hace algún tiempo a la moda de la defensa de “la libertad”, porque el invento se ha demostrado resultón para conectar con los votantes. Sus dirigentes repiten sin parar la palabra, muchos de ellos sin siquiera haberse tomado la molestia de entender su significado y alcance. Para ellos, libertad es un batiburrillo de frases fabricadas por los estrategas del partido, como que “el sanchismo deje de interferir en el trabajo de los empresarios” o que “los comunistas no nos impongan cómo debemos pensar”. Lo dicen una y otra vez, como si las eléctricas y la banca no tuvieran ingresos insultantemente altos mientras el grueso de la población pasa apuros para llegar a fin de mes. O como si una institución tan influyente como Freedom House, que valora el estado de libertades en el mundo, no concediera a España una de las calificaciones más elevadas, pese a todas las críticas que se puedan hacer a la salud de nuestra democracia.
El despistado que escuche las proclamas del PP pensaría que estamos en una dictadura, cuando, si hay un partido que se ha opuesto sistemáticamente a la extensión de las libertades en España, ha sido precisamente el PP. Acusan al Gobierno de izquierdas de tener ansias expropiadoras, por un tímido intento para que las eléctricas contengan sus precios mientras dura la emergencia energética, pero la mayor expropiación de la historia del país la hizo la derecha con su plan devastador de privatizaciones que arrebató al conjunto de los ciudadanos la titularidad sobre grandes y, en muchos casos, rentables empresas. Claman a todo pulmón por más libertad, pero se han opuesto al matrimonio homosexual, a la eutanasia o al aborto, derechos cuyo ejercicio no afecta a terceros. Y, bajo el Gobierno de Rajoy, aprobaron la 'ley mordaza', que cercenó la libertad de protesta y expresión a unos niveles sin precedentes en democracia.
En el terreno de derechos civiles, libertad es para los conservadores aquello que encaje con sus doctrinas morales o religiosas. Y en el campo económico, no es tanto que el Estado deje de entrometerse, como ser ellos quienes manejen las riendas del Estado para ponerlo al servicio del capital, así como de amigos y familiares, como se ha visto en tantos escándalos de corrupción, incluidos los de las mascarillas en la Comunidad y el Ayuntamiento madrileños. En Madrid, mientras se concede un trato tributario muy generoso a los más ricos, el transporte público reduce su número de vehículos y su frecuencia, degradación que achacan desde el gobierno regional no a su renuncia a un modelo fiscal justo que le permita disponer de más ingresos públicos, sino a circunstancias externas como la guerra en Ucrania. En otras palabras, la libertad del capital privado para multiplicarse se hace a costa de un deterioro de la libertad de movilización del ciudadano de menos recursos, que es el que más utiliza el transporte público. Algo parecido cabe decir de la educación y la sanidad públicas. La explicación de que esa merma de la cohesión social en Madrid se produzca a la par que el éxito político de Ayuso es una tarea que dejo a politólogos, sociólogos y sicólogos; se trata, sin duda, de un fenómeno que exige un análisis multidisciplinar.
El hecho es que tendremos libertad para rato en Madrid, reforzada ahora con la emancipación política que ha otorgado Feijóo al PP regional para que vaya a su real bola. Y si las encuestas siguen la actual tendencia, cabe la posibilidad de que el año próximo la libertad llegue también a la Moncloa. Eso sí: al menos nos quedará el consuelo de saber de qué libertad estamos hablando.