Quizá cuando me lean, ya se habrán olvidado de José Antonio González, el hombre que murió de un golpe de calor el viernes 15 de julio mientras barría las calles de Vallecas en plena ola de calor. Yo todavía me acuerdo. Lo primero que pensé cuando me enteré es que la historia de José Antonio podría haber sido la historia de mi padre. Mi padre también tiene 60 años, mi padre es uno de esos cientos de miles de parados de larga duración que hay en España (según los datos, representan el 27% de los desempleados) que ha encadenado contratos temporales en la última década. Cada uno de esos contratos suponía una pequeña esperanza, la esperanza de los curritos: si me esfuerzo, si lo hago bien, si lo doy todo de mí, me seguirán llamando, me harán un contrato más largo, me salvarán la vida.
Muchas veces miro a mi padre sin que él se dé cuenta y veo mucha tristeza y frustración. Él seguramente piensa que no soy capaz de verlo, que no lo entiendo, y puede que haya sido así durante mucho tiempo, pero ahora más que nunca, porque tengo otra edad, porque yo también he vivido la precariedad, lo veo algunas tardes apagarse en el sillón y se me contagia su pena y me entran ganas de quemarlo todo. Y como no puedo, por eso escribo.
Mi padre siempre quiso trabajar de jardinero, ama las flores, los árboles, y así lo hizo durante algún tiempo, por ejemplo, plantó y cuidó parte de los jardines que se crearon en la Isla de la Cartuja de Sevilla con motivo de la Expo de 1992 o estuvo en el Corredor verde del río Guadiamar. Lo recuerdo con un mono verde de manga corta, con los brazos delgados y morenos, con el pelo negro azabache sin una sola cana, un niño casi. Mi padre y yo apenas nos llevamos veinticuatro años, así que siempre me ha gustado verlo en la distancia como un niño grande que me hablaba de las flores del paraíso como si fueran algo mágico. Mi padre es una de las personas más hábiles que conozco, capaz de hacer una estantería para libros con forma de casita para mi hijo, armar un huerto de la nada que da fresas, calabacines inmensos o tomates de tres variantes y hacerte la reforma de una casa.
Cuando aquellos trabajos de jardinería terminaron y llegó el boom de la construcción, mi padre comenzó a trabajar como albañil de sol a sol. Sufrió todo tipo de percances y caídas y pequeños golpes de calor que no llegaron a matarlo, pero que ponían en riesgo su vida diariamente. El calor en verano no es algo nuevo, sin embargo el cambio climático está provocando que las temperaturas altas sean más elevadas todavía y continuadas en el tiempo. Es importante que pongamos en el centro del debate público y de la conversación cómo el aumento de las temperaturas va a condicionar nuestra forma de vida, pero se nos va el foco cuando olvidamos que las condiciones laborales impuestas por el capitalismo más monstruoso son viejas conocidas. Un buen día, mi padre se quedó sin trabajo, es decir, sin nómina, sin cotizar. Buscó, preguntó, fue a las oficinas del SAE (Servicio Andaluz de Empleo) cuando correspondía y entró en mil y un procesos de selección de personal en empresas privadas y en el ayuntamiento de mi pueblo. Siempre con la misma ilusión. De eso han pasado unos 15 años. Es decir, que la última vez que mi padre tuvo un trabajo con nómina, apenas tenía cuarenta y tantos años, algunos más de los que tengo yo ahora.
Leo las palabras del hijo de José Antonio González y me hablan directamente a mí. Los hijos de familias humildes y precarias podemos llegar a entender el nivel de dolor y rabia que produce una pérdida así, no es solo la pérdida sino la impotencia de ver lo poco que importa la vida de la gente a los políticos. Uno de los trabajos temporales que ha tenido mi padre durante todos estos años ha sido el de barrendero. Hay en los ayuntamientos de la provincia de Sevilla (no sé si es algo que se reproduce a nivel estatal) programas de empleo temporales que hacen contratos de quince días, de uno o tres meses. No importa lo que seas, lo que hayas sido o en lo que hayas trabajado, casi siempre te ponen a barrer las calles. En mi pueblo, por ejemplo, han barrido las calles personas desde los veinte a los sesenta y tantos años, y sé que barrer es igual de digno que sentarse detrás de un ordenador a rellenar formularios, pero no implica el mismo compromiso. Barres con el cuerpo, empujas la pesada escoba de madera con las manos y los brazos quién sabe si ya con artritis y molestias derivadas de enfermedades laborales no reconocidas.
Un grupo de personas en una situación de vulnerabilidad se reúnen muy temprano en la mañana en un polígono a las afueras del pueblo donde están los servicios municipales para recibir un uniforme de poliéster, un cubo, una escoba y un listado de calles. Desde allí arriba, cada uno de ellos, mujeres y hombres, arrastran sus cubos y su cuerpo hasta llegar al inicio de su recorrido. Ocho horas barriendo. Y al acabar, aunque sean las dos, las tres de la tarde, hay que devolver el cubo al polígono. Sé que a José Antonio González lo contrató una empresa privada, como ocurre con las mujeres del Servicio de Ayuda a Domicilio (SAD), la privatización de los servicios públicos es cada vez más feroz en los ayuntamientos de nuestro país. Quizá ahí haya una pequeña diferencia. Como ocurre con las trabajadoras del SAD, en la empresa privada se fragmentan los horarios, se amplían las distancias, se explota todavía más a los trabajadores.
Leí la noticia y pensé en mi padre, pensé también en mi madre que, como auxiliar del SAD, enlaza contratos temporales y precarios y siempre con el yugo de la privatización presente. En mi pueblo es una amenaza constante la de la privatización y gobierna desde hace años el PSOE. Mis padres son dos personas como otras tantas en España de 56 y 60 años que, a pesar de haber trabajado toda la vida, puede que, si llegan a jubilarse, lo hagan con una pensión mínima. ¿Cuántas personas en España tienen condiciones laborales similares? ¿Se podría haber evitado la muerte de José Antonio? ¿Será suficiente con flexibilizar los horarios? ¿Qué sentido tiene barrer a las dos de la tarde con más de cuarenta grados? Son muchas las preguntas que me rondan la cabeza y no se me van. ¿Le ocurre lo mismo a Almeida, Ayuso, a Sánchez o Díaz?
Sigo mirando a mi padre que ahora cobra el subsidio de mayores de 52 años, es decir, 460 euros mensuales y que hace tiempo que no tiene un contrato de trabajo. Lo veo lleno de cicatrices, con los codos, las manos, las rodillas deformadas por la artritis, la espalda rota de poner el cuerpo durante años en trabajos que lo han explotado como si fuera una mera pieza en una cadena de montaje que nunca se detiene. Lo escucho levantarse cada día al amanecer, ir al huerto antes de que apriete el calor, hacer algunas chapuzas para ganarse un dinero extra y todavía con cierto brillo en los ojos. Y aun así, en un extraño limbo en el que están cientos de miles de personas en España de más de 45 años que no encuentran trabajo. Supongo que a José Antonio González le alegraría salir de aquel limbo, aunque el contrato fuera de un mes, nunca se sabe. Y por eso es doblemente dolorosa su muerte. Y muy simbólica. José Antonio González murió de un golpe de calor, pero lo mató el sistema.