El periodista Pedro Vallín está siendo víctima de un linchamiento. En la era de las redes sociales esto no es nuevo, pues es tristemente habitual que cada día alguien sea víctima de una persecución digital y, también, presencial. A veces se trata de comportamientos espontáneos, pero muchas otras veces son campañas orquestadas con el objetivo de lesionar la imagen, dignidad y posición de un blanco específico. Esta vez le ha tocado a Vallín, pero mañana será cualquier otro.
Desde que tenemos registros documentados sabemos que las sociedades humanas son propensas al linchamiento. Las teorizaciones sobre este fenómeno son muy abundantes, y basta ver que habitualmente se informa sobre el comportamiento de las masas como un fenómeno natural e incontrolable en su magnitud y consecuencias, como cuando se describen los sentimientos humanos y orientaciones políticas como “mareas”, “tsunamis” u “olas”. A veces tienen un carácter progresista, pero la historia también está llena de “malas” decisiones tomadas por la masa; desde la muerte de Sócrates hasta los catorce millones de votos al partido nacionalsocialista alemán en verano de 1932.
La tradición reaccionaria y decimonónica liberal siempre vio al pueblo únicamente de esta manera, como una masa simple e inculta que podía ser manipulada por demagogos y populistas. Estas tradiciones siempre se opusieron a la ampliación de derechos que daba opinión y voto a las clases populares. Por el contrario, la tradición socialista y republicana siempre defendió el acceso a la palabra pública por parte de las masas como una medida que acompañara su educación y formación ciudadana, a fin precisamente de disponer de una vacuna contra las pulsiones irracionales que pudieran emanar desde abajo. La construcción del Estado de Derecho democrático –con sus garantías correspondientes para evitar la dictadura de las mayorías– y del Estado Social –ampliando los derechos sustantivos de todo el demos– fueron conquistas de estas últimas tradiciones. Pero hoy todo ello está en crisis.
En nuestro incierto e inseguro mundo, atravesado por una grave crisis ecosocial, los pilares de las democracias representativas modernas se están resquebrajando a un ritmo acelerado. No olvidemos que en Europa occidental la democracia moderna se construyó sobre las ruinas provocadas por la Segunda Guerra Mundial y la barbarie de la ideología nazi y fascista, las cuales habían supuesto la negación de la diversidad humana y de los endebles principios democráticos que habían ido avanzando desde el siglo XIX. La democracia moderna fue el resultado de un compromiso antifascista que hoy parece sólo existir en la nostalgia de nuestra memoria colectiva.
En las últimas décadas han vuelto los discursos de odio, que han normalizado la negación del ‘otro’ y justificado el estrechamiento del ‘demos’, esto es, del conjunto de la ciudadanía con derechos. El músculo reaccionario se ha endurecido, y Europa occidental se dirige velozmente hacia el modelo-fortaleza, es decir, a la constitución de sociedades excluyentes que protegen los modos de vida de unos negando el de los demás. En ese abismo, los principios y valores democráticos se antojan cada vez más débiles e insuficientes. Apenas queda ya quien se atreva levantar la voz frente a la barbarie en sus múltiples expresiones, desde la muerte de seres humanos en el mediterráneo y los campos de concentración a las puertas de Estados Unidos y Europa, hasta las normalizadas políticas xenófobas y clasistas contra los refugiados e inmigrantes dentro del mundo desarrollado. El modelo-fortaleza supone la redefinición del ‘demos’, es decir, un nuevo perímetro, mucho más reducido, del “nosotros”.
Es quizás significativo que la víctima del último linchamiento haya sido una de las pocas mentes liberales que quedan en nuestro país. Si bien el liberalismo doctrinal de principios y mediados del siglo XIX fue profundamente antidemocrático, el liberalismo democrático de finales del siglo XIX y comienzos del XX supo integrar la dimensión democrática con la prevención ante los múltiples abusos de poder –no sólo los estatales, sino también los corporativos y los económicos–. Ese liberalismo democrático, en ocasiones llamado republicanismo, comparte muchos espacios de pensamiento y acción con la tradición socialista ilustrada, conformando una alianza tensa, pero de indudable capacidad emancipatoria. El republicanismo federal español de fines del siglo XIX es una buena muestra de ello. Pero al liberalismo democrático español no se le dejó nacer como movimiento político, y hoy quedan contadas voces individuales capaces de representarlo. La mayoría de los que hoy se autodenominan liberales son en realidad subproductos de un capitalismo rentista, y además están siendo engullidos por la bestia iliberal. Vallín es, por el contrario, un coherente defensor de los principios liberales democráticos.
Vallín ha sido linchado –y luego despedido de su medio– por escribir un tuit en el que referenciaba la catástrofe de la DANA en Valencia, algo que ha enojado a algunos colectivos y que ha servido de excusa para cobrar viejas facturas con el periodista liberal. Muchos periodistas y políticos se han solidarizado en público con él, pero algunos –incluso periodistas de “investigación”– introducían sus mensajes con coletillas del estilo “no sé qué ha pasado, pero apoyo a Vallín” o “he estado fuera, pero apoyo a Vallín”, en una muestra clara de elusión del problema fundamental: Vallín ha hecho un chiste y ha sido perseguido y mandado al paro por ello.
La actual Constitución española, nacida de la correlación de debilidades de la transición, se mueve en un equilibrio muy complicado en muchos aspectos. En algunos momentos expresa fielmente el legado reaccionario, como cuando se refiere a la unidad de España y a su protección encomendada al estamento militar. En otros casos es la normativa construida después la que representa esa herencia, como cuando el código penal sigue sancionando los delitos contra la corona y contra los sentimientos religiosos. Se trata de un residuo de otra forma de pensar, más propia de los regímenes autoritarios, donde se penaliza la libertad de expresión frente a ciertas estructuras de poder –la Iglesia y la Corona, casi nada–. En España no pocos jueces se han prestado durante los últimos años a promover la interpretación más reaccionaria posible de estas normas, en lo que es un preciso termómetro de la derechización de las altas instancias del sistema judicial y de la sociedad misma.
Uno de los valedores más fieles de esa libertad de expresión ha sido precisamente Pedro Vallín, quien en coherencia con su esquema de valores ha promovido desde todas sus tribunas el derecho a expresarse libremente contra el poder. Incluso, y esto es importante, también –incluso, sobre todo– para aquellos que lo hacen mediante el mal gusto. Porque el humor puede ser exquisito, soberbio, audaz e inteligente, pero también puede ser zafio, burdo, primario y obsceno. Pero, y he aquí la clave, el mal gusto no debe ser un delito. Uno debe ser capaz de atajar las críticas por el ejercicio de esa libertad de expresión, también las más duras, pero no debería ser sancionado legal o profesionalmente por ello. Cuando esto sucede, como es el caso de Vallín, estamos ante una muestra de debilidad del sistema de valores que apuntala al sistema social. Que es, básicamente, lo que estoy diciendo sobre la fragilidad de las democracias representativas.
Existe cuerpo social suficiente para enfrentar la amenaza contra la democracia que supone esta deriva reaccionaria, ejemplificada en las grandes acciones de los Trump-Musk pero también en las pequeñas acciones llevadas a cabo a través de la capilaridad social, pero tiene que estar más organizado y ser más valiente frente a cada evento crítico. Seguramente esa defensa venga desde un bloque ideológico donde necesariamente estarán los liberales democráticos y los socialistas ilustrados, con todas sus tensiones. Y es que, aunque lo de Vallín pueda parecer un caso intrascendente y limitado, todo proceso social está empedrado de este tipo de pequeños pasos hacia el abismo; y, ojo, hoy han linchado y despedido a Vallín, pero mañana puedes ser tú. De hecho, probablemente ya mañana tengas más reservas al hacer bromas o escribir un mensaje en redes sociales. Y quizás algún día nos preguntemos si nos gusta vivir en una sociedad donde la gente tenga miedo a hacer chistes.