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Llámame lesbiana

La jornada reivindicativa del 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, ha tenido esta vez más sentido que hace muchos años. Que ya es decir. Se ven amenazados de nuevo derechos de las mujeres que tanto ha costado empezar a conseguir. Digo empezar a conseguir porque cabe recordar una vez más la discriminación que aún sufren las mujeres en todos los ámbitos: laboral, cultural, familiar. A la consideración social de ciudadanas de segunda se emplean ahora a fondo el Gobierno del PP, con su diversas reformas, y la influencia de la jerarquía católica, cuyas ofensivas declaraciones reciben un inusitado y renovado eco. Mano a mano, Gobierno machista e Iglesia misógina están pretendiendo arrastrar a las mujeres hacia una oscuridad de reminiscencias franquistas.

Si además las mujeres son lesbianas, apaga y vámonos. Porque a estas alturas de la película (la que ahora el Gobierno y la Iglesia quieren volver a rodar en blanco y negro) ser lesbiana supone una doble discriminación: por mujer y por homosexual. COGAM ha publicado estos días un informe que aporta datos demoledores: el 90% del alumnado de la Comunidad de Madrid percibe homofobia en los centros educativos. El 80% del alumnado no heterosexual oculta su orientación sexual por miedo al rechazo, porque salir del armario tiene un coste muy alto: 1 de cada 10 estudiantes que revelan su homosexualidad sufre acoso y agresiones físicas en el propio centro. La estadística cuenta con cifras lo que se vive con nombres, apellidos y una angustia que en muchas ocasiones conduce a la depresión y en demasiadas, al suicidio.

¿Cómo es posible que esté sucediendo algo así? El dossier de COGAM indica que el 42% del alumnado encuestado (más de 5.200 adolescentes de entre 12 y 17 años) cree que el profesorado muestra pasividad ante comportamientos homófobos en el aula. La cifra sube al 53% si el alumnado es LGTB. La primera reacción es de indignación y vergüenza. La consiguiente conclusión, que no se educa en la diversidad sexual y de género, y que el propio profesorado es víctima de una homofobia sistémica que debieran afrontar las autoridades administrativas. Según Esperanza Montero, presidenta de COGAM, mediante formación al profesorado y protocolos específicos.

Pero la homofobia no comienza en el colegio: empieza en casa y campa por los medios, por las redes y por todos los espacios de convivencia social. En lo que a las mujeres respecta, la invisibilidad es aún mayor. Para empezar, la palabra lesbiana apenas se pronuncia. Como es natural, hay mujeres lesbianas por todas partes y en todos los ámbitos, pero una inmensa mayoría evita, precisamente, esa palabra esencial: lesbiana. La ocultación forma parte del mensaje de lo que Mili Hernández y Mar de Griñó, propietarias de la librería Berkana, primera en Madrid de contenido lésbico y gay, llaman la derechona: ya estáis integradas, ya no necesitáis existir como tales. El eterno y falaz discurso de lo que pertenece a una intimidad que, sin embargo, los heterosexuales no tienen por qué preservar.

Nada más lejos de la realidad que la integración de las mujeres lesbianas, y el informe de COGAM lo demuestra de manera aterradora. Que el profesorado no haya normalizado la existencia de lesbianas en las aulas no es sino la consecuencia directa de que las familias tampoco lo han hecho. Y no solo familias conservadoras y ultracatólicas: familias progresistas, familias cultivadas son también núcleos primigenios de homofobia, de machismo lesbófobo. Ekaitz López Amurrio, coordinador del informe, denuncia la cruel soledad a la que se condena, en una etapa crucial de sus vidas, a estas personas: “no podemos abandonar a los menores LGTB a su suerte, pues la homofobia que reciben como modelo en su hogar los convierte en víctimas; es necesario responsabilizar a toda la comunidad educativa”.

De lo contrario, de no responsabilizar a la comunidad educativa (madres, padres, profesorado), las lesbianas seguirán siendo víctimas de su doble discriminación, que se traducirá en permanente injusticia: desde el secreto doméstico hasta la exclusión en los tratamientos de reproducción asistida o la imposibilidad de reconocimiento legal de los hijos de parejas lesbianas no casadas. Como denuncia la FELGTB (Federación Estatal de Lesbianas, Gais, Transexuales y Bisexuales), estas dos últimas cuestiones son medidas con las que los actuales ministerios de Sanidad y Justicia atentan contra la igualdad de todos los modelos de familia.

Pero, como advirtió Steiner, lo que no se nombra, no existe. Así que hay que empezar por llamar a las lesbianas por su nombre: lesbianas. Lesbianas como, por ejemplo, Ellen DeGeneres, una de las mujeres más influyentes de la cultura estadounidense y presentadora de una gala de los Oscar que dio la vuelta al mundo, incluido el nuestro. Porque lo que no puede ser es que delante del televisor miles de familias comunes y corrientes vean y comenten tranquilamente los Oscar mientras en el sofá sus hijas tengan que ocultar, acaso con enorme temor y profunda frustración, que son lesbianas. Solo porque, por cruel y despreciable que sea, esa es la norma, ese es el sistema. Un sistema que hemos luchado mucho por cambiar y en el que asistimos a una más que preocupante involución.

Por eso, frente a tal sistema, en el Día Internacional de la Mujer, Boti G. Rodrigo, lesbiana, presidenta de la FELGTB, ha hecho un llamamiento contundente y urgente: “La lucha contra el sistema que nos excluye y que marca nuestra desigualdad como mujeres ha de ser una prioridad. Ese sistema es el mismo que construye la masculinidad en términos exclusivistas que dejan fuera a tantos jóvenes LGTB. Contra ese heteropatriarcado lucharemos en la calle, en los despachos y en nuestra cotidianeidad”. Conque, de apaga y vámonos, nada. Vámonos, pero a encender las conciencias, las calles y las casas. Porque, por cierto, ser lesbiana solo significa que eres una mujer a la que le gustan las mujeres. Así que llámame lesbiana.