Uno de los principales retos para lograr la atención ciudadana respecto a la amenaza del cambio climático es vencer la idea, instalada en buena parte de la sociedad, de que esto no va conmigo. Que el cambio climático, de serlo, no es una amenaza para nuestra generación sino para la de nuestros nietos y que, sabes qué, ya se apañarán. Es ese rompeolas patrio del “ande yo caliente” ante el que chocan todas las olas de movilización para dar respuesta colectiva a una amenaza global.
A uno se le cae la baba al evocar las imágenes de la marcha por el clima que el año pasado por estas mismas fechas recorría las calles de Nueva York. Al frente iban personajes como el actor Leonardo DiCaprio, el ex vicepresidente Al Gore o el alcalde de Blasio, detrás otros 100.000 ciudadanos de todas las edades y clases sociales exhibiendo pancartas del tipo “No tenemos planeta B” para reclamar a los políticos que renuncien de una vez al interés propio y empiecen a unir fuerzas contra el cambio climático.
Aquel verano, el de 2014, había sido el más caluroso registrado en el planeta. La movilización había sido convocada para calentar motores ante la gran cita mundial del año siguiente: la cumbre sobre el clima de París. Una conferencia denominada técnicamente como “vigésimo primera Conferencia de las Partes de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP21)” que tendrá lugar del 30 de noviembre al 11 de diciembre próximos. Es decir: París ya está aquí. Y en nuestro país no se mueve nadie.
Los científicos han vuelto a poner el mismo dato sobre la mesa, aunque de nuevo actualizado: el verano de 2015 ha sido el más caluroso registrado en el planeta. El compromiso de los países más industrializados, agrupados en el G7 (EEUU, Alemania, Reino Unido, Francia, Italia, Japón y Canadá) parece esta vez mucho más firme. En su último encuentro trataron por primera vez la cuestión del cambio climático mostrándose partidarios de crear un fondo común de 100.000 millones de dólares al año para ayudar a los países más amenazados y asumiendo el objetivo fijado por la ONU de reducir las emisiones de CO2 entre un 40 y un 70 % para 2050: algo que llega tarde para evitar el temible escenario del aumento de más de 2 grados centígrados.
Hasta el Papa hacía un llamamiento a la acción por el clima desde su última encíclica: “el cambio climático es un problema global con graves dimensiones ambientales, sociales, económicas, distributivas y políticas, y plantea uno de los principales desafíos para la humanidad”, decía en ella Francisco.
Pero aquí no se mueve nadie. El gobierno también echa mano del rompeolas. Nuestra ministra de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente sigue con su perfil bajo cuando se le pregunta sobre el papel de España en la cumbre de París. Las respuestas en ese sentido son de traca: “Tenemos una hoja de ruta”, manifestaba henchida de orgullo hace unos días en el Senado. “Bueno, nos estamos adaptando y cada vez vamos a ir emitiendo menos”, le respondía a un periodista ambiental en una entrevista. Lo único que repite como un mantra es que su Gobierno ha cumplido todos los acuerdos internacionales en materia de cambio climático (solo faltaría) y que España tiene el ambicioso compromiso de reducir sus emisiones un 40% en 2030. Un compromiso que en realidad no es individual ni voluntario pues se trata de la postura fijada por la UE a pesar de países como España.
Aquí los únicos que de verdad se mojan y no se cortan un pelo al mostrar sus objetivos son los responsables de las grandes empresas petroleras, quienes hace unos días marcaban perfil ante el comisario europeo de Acción por el Clima y Energía Miguel Arias Cañete. Su exigencia es que se produzca un “debate abierto” sobre el cambio climático “para no dañar la competitividad europea”. Más claro agua. La duda (aunque poca) es si esa llamada al orden marca la hoja de ruta de la ministra.