Cómo hemos llegado a esto (dos relatos muy distintos)
La dimensión de la crisis de España es tan real y profunda que paradójicamente hace que se esté aguantando lo inaguantable y se sostenga lo insostenible. Los parámetros de la realidad española han cambiado tanto, la situación social y nacional es tan lastimosa, que hace tres años todas las cabeceras de prensa de Madrid pedían la dimisión de Zapatero y ahora no la piden de Rajoy. ¿Obraban bien, de buena fe y con fundamento entonces o es ahora cuando lo hacen? ¿Merecía aquello Zapatero entonces y merece esto Rajoy ahora? Me parece que la ciudadanía debería reparar en ello, pues es motivo para reflexionar sobre el papel de los medios en la sociedad española y también sobre tantas alegrías o irresponsabilidades que nos han traído hasta aquí.
Dejando aparte la realidad que muestran o crean los medios, las encuestas indican que lo que las personas entrevistadas experimentan en sus vidas no se corresponde en absoluto con el relato dentro del que han vivido hasta ahora. Ese contraste entre lo que se experimenta como realidad y el relato establecido de la realidad conduciría a algunas sociedades a una sicosis colectiva, pero en España, dada su cultura, conduce a instalarse en el más profundo cinismo. El cinismo de los poderosos es un signo de su despotismo, pero cuando se extiende a la mayor parte de la población es la marca de una sociedad vencida por el poder. Creo que eso es lo que está ocurriendo.
La crisis no es del Gobierno y el partido que lo sostiene, o viceversa, no es de la Monarquía, no son todas las instituciones, no es la ruina de buena parte de la población, no es el vaciamiento de la Constitución, no es el camino sin retorno y sin salida al que llegó aquí la idea de nación..., es todo. España vive un fenómeno político muy específico: a la crisis económica conducida en un sentido antisocial se suma un Gobierno que está aprovechando para revisar los consensos políticos y económicos de la democracia española.
La llegada de la democracia se entendió que traería libertad y una sociedad más justa, pero se están aprobando leyes que en la práctica anulan el derecho de gran parte de los ciudadanos, los más débiles económicamente, a reclamar el amparo de la Justicia. Y, nada menos, se está suprimiendo la misma independencia del Poder Judicial, así como la pérdida de derechos de las mujeres, la mitad de la población, sobre su propio cuerpo. Por otro lado, al igual que ha ocurrido en otros estados europeos, ya no está garantizado que se aprueben presupuestos según las necesidades de la ciudadanía, sino sometidos a un límite del déficit del Estado.
La Constitución consagró la economía de mercado pero “conforme a un orden económico y social justo”, esto está anulado de modo terminante cuando el rescate bancario lo pagaremos todos, pero la banca no será pública y se le hace escarnio cuando a los ahorradores se les roba su dinero con argucias usurarias, como las preferentes. Esas actuaciones económicas desde el mismo Gobierno ratifican la propiedad privada, pero únicamente la de los ricos que se lucran del dinero público y pueden robar impunemente el ahorro de los pobres. Y para que nada tenga vuelta atrás en este camino de liquidación, la tutela e interpretación constitucional el actual Gobierno se la ha encomendado a un militante de su partido que ostentó públicamente su ideología antisocial y su españolismo excluyente.
La Constitución está así vaciada y con ella los pactos políticos sobre los que se levantó tras la muerte de Franco. Esto bastaría para comprender la gravedad, lo cualitativo y también lo excepcional de esta crisis española, pero hay otros factores que inciden en esa crisis estructural. La Constitución vigente del Reino de España confiere amplios poderes al rey, que es la piedra angular que sostiene las instituciones, y como el estado actual de la Casa Real es el que es, no hay que extenderse sobre la fragilidad de todo el sistema.
La sociedad catalana por su parte, tras amargas experiencias recientes y aunque ello le supone serias dificultades, ha iniciado un camino que ya no quiere ni puede desandar y que cuestiona absolutamente la forma del Estado y sus instituciones. Ese proceso político democrático y legítimo aboca a una reforma política profunda del Estado español. Lo que decida la sociedad vasca al respecto lo sabremos pronto. Se trata de una crisis, ¿cómo hemos llegado a esto? La crisis económica ha agudizado los problemas, pero es un error atribuirle a ella la situación: fue la propia evolución de la vida social y política española desde el año 1975 lo que ha evolucionado hasta dar un país así.
No se comprende este momento histórico desde el relato establecido y que se podría titular “El cuento del Rey Mago”. Un resumen sería que, a la muerte de Franco, la sociedad española había madurado económica y socialmente y demandaba un cambio democrático. Una nueva generación se vio encarnada en la figura de un joven rey, que le encargó a un político joven que trajese la democracia. El franquismo fue barrido poco a poco y una izquierda razonable condujo a España a integrarse en las instituciones internacionales, como la UE y la OTAN. Dos grandes partidos estatales se turnaron, pero manteniendo un imprescindible consenso sobre los temas básicos, de modo que esas décadas propiciaron una especie de milagro español: los europeos admiraban la alegría y la vitalidad de la joven democracia española, los países pobres y bajo dictaduras nos admiraban como un ejemplo del que aprender, etc. Discrepar de los trazos principales de ese relato significaba, aún significa, quedarse al margen y ser un cenizo que no comparte el orgullo nacional español.
Pero mi memoria me dicta otro relato que no tiene título porque no existe y que se asienta en algunas estampas olvidadas o negadas, pero que para mí tienen la intensidad de los recuerdos más vívidos. Nunca llamaría “dictadura” a aquel régimen totalitario que, desde la derrota de Hitler, había conseguido la protección de los EE.UU. a cambio de entregar la soberanía al ejército norteamericano, con sus bases y su armamento nuclear incluido. Una falsa alianza militar, pues, obligó a que aquellas provincias españolas en el continente africano que figuraban en el mapa de mi colegio les fuesen entregadas a la monarquía alauí, traicionando y vendiendo así a sus habitantes.
Y este mes de septiembre recordaré como cada año aquella sociedad aterrorizada entre “estados de excepción” y a los cinco jóvenes fusilados tras un juicio militar farsa. Los recordaré porque, aunque no compartiese ni entonces ni ahora sus métodos, eran combatientes contra aquel régimen y porque su muerte tuvo un profundo sentido político, con aquellos crímenes Franco estableció las bases para el futuro: el Ejército vencedor de la guerra seguía teniendo el poder y cualquier camino futuro estaría sometido a su vigilancia. Recuerdo al entonces Príncipe en el balcón del Palacio Real con Franco, quien lo nombró su sucesor. Recuerdo otro juicio militar, también olvidado, a los militares de la clandestina Unión Militar Democrática, que jamás pudieron reincorporarse a sus funciones. Recuerdo las luchas de obreros y estudiantes, los muertos que costaron las libertades y la legalización primero de los sindicatos y de los socialistas y, luego, del PCE y demás organizaciones comunistas, libertarias y de todo tipo. También recuerdo las luchas nacionales de vascos, catalanes y gallegos. Recuerdo la vuelta del exilio del president Tarradellas y del lehendakari Leizaola, los galleguistas del interior, en cambio, habían roto políticamente con el “Consello da Galiza” en el exilio y la institución se había disuelto. No, la democracia no la trajo magnánimamente un rey mago: la ganaron con sangre los antifranquistas.
Recuerdo los debates alrededor de la redacción de la Constitución y las negociaciones para reflejar un pacto democrático entre la derecha franquista y la izquierda antifranquista, por un lado, y el Estado existente y las nacionalidades, especialmente Euskadi y Cataluña, para encajar sus instituciones propias en el Estado. Recuerdo el malestar que expresó el Ejército ante la posibilidad de ser reconocidas otras naciones distintas a la española. Y recuerdo el 23-F y el consiguiente “Pacto del capó”, así como una consecuencia política del golpe: la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA), que demostró que sí que prosperó un “golpe de timón” para reinterpretar el proceso democrático.
El 23-F también tuvo éxito político al recordarle a la población el poder del Ejército y la necesidad e inevitabilidad del Rey y estableció que la buena dirección era una España nación única. Sobre esas bases políticas e ideológicas esenciales se desenvolvieron las siguientes décadas. Para la derecha era lo de siempre y la izquierda, que renunció al programa y a la misma memoria del antifranquismo, asumió el nacionalismo españolista sobre dos ideas previas: a) los vascos, si bien no son todos terroristas o simpatizantes, son ricos y desprecian a los españoles pobres. Y b) los catalanes, sobre todo la “burguesía catalana”, solo piensan en chalanear para sacarnos nuestro dinero. Ésta última idea reina entre la burguesía madrileña y sus intelectuales y publicistas, pero está instalada en el conjunto de la población.
La españolidad y el terrorismo han sido dos bazas para argumentar y alimentar la ideología del nacionalismo español, tan renacido y triunfante en un Madrid que sujeta las infraestructuras centralizadas, todo el poder político, la mayor parte del poder financiero y el gran instrumento político e ideológico: todos los medios de comunicación de ámbito estatal. La ideología que subyacía en los planes de infraestructuras centralizadas en medio de la meseta, en el “kilómetro cero” de Primo de Rivera, continuó íntegra en los partidos que gestionaron el Estado en esta nueva época.
Dos ejemplos del sentido y la intencionalidad política de la red del AVE: Jose Mª Aznar, expresidente del Gobierno en el año 2000: “En 10 años tendremos una red de alta velocidad que situara a todas las capitales de provincia a menos de 4 horas del centro de la peninsula”. Magdalena Álvarez, ministra de Fomento en el año 2007: “La alta velocidad es coser con cable de acero nuestro país, unirlo y hacernos sentir más españoles”.
Un Madrid que sujeta a sus provincias, una ciudad “macho” que encantaría al Ortega y Gasset de “La España invertebrada” y que, como Prusia, somete y monta a su entorno. Eso explica, por ejemplo, que los gobiernos y el Banco de España hayan considerado “sistémica” a Caja Madrid, para salvarla, pero no a la caja gallega. Un Madrid que ya se identifica completamente con España, una España que excluye a quienes no participan de su modelo nacional. Una España que, merced a la ideología que acompaña a la lengua, identifica como español a un hablante o un escritor de México o Argentina y excluye a un catalán, vasco o gallego. ¿Quién sabe el nombre de un poeta vasco vivo? ¿Quién el de un narrador en lengua catalana? ¿Alguien escuchó en los medios de comunicación españoles alguna canción en gallego en los últimos diez años? ¿En base a que derecho el principal premio de las letras que otorga el Estado español, con su valor simbólico, premia a ciudadanos de otros países pero excluye a escritores en lengua vasca, catalana o gallega, a pesar de tener ciudadanía española? ¿Pagan menos impuestos que los demás los ciudadanos que tienen por propia alguna de esas otras lenguas?
Estas décadas tuvieron momentos y etapas distintas con los sucesivos gobiernos del PSOE y del PP, pero estos dos partidos mantuvieron un núcleo duro de consenso. La etapa de Zapatero, aunque conservó las líneas básicas de política económica anteriores, rompió algunos de esos consensos, tanto en política nacional como dentro del partido, y ello explica tanta hostilidad a su presidencia desde uno y otro lado.
Pero digerir tanto pasado como es la Guerra Civil y el Régimen es tarea ardua y hubo que reinventar la realidad y reinventarse. Un año los españoles éramos franquistas aterrorizados, pero mágicamente dos años después cantabamos “libertad sin ira” y éramos demócratas, y cuatro años después la mayoría ya éramos socialistas. A qué velocidad dejábamos atrás el pasado. El pasado era una patria incómoda para la gran mayoría de la población, así que fue abolido y encerrado bajo siete llaves. Reclamarse franquista resultaba incómodo para quienes se sentían de derechas y ser antifranquista resultó totalmente extemporáneo para quienes se sobrevinieron de izquierdas.
En las siguientes décadas, se desenvolvería una línea de crítica a los antifranquistas juzgándoseles por su leninismo e intelectuales aparentemente sin mácula trazarían un campo ideológico neoconservador que ha sentado sus reales entre nosotros: se trata de mantener una mirada distante sobre unos y otros y la reclamación de una tercera España limpia de radicalismos. Como decía un amigo, “ sois buenos chavales, pero todos tenéis algún defectillo”. Ni que decir tiene que el tal “compromiso del intelectual” sin poder ser negado por intelectuales que seguían opinando sobre la cosa pública fue reinterpretado asépticamente y lo que se estigmatizó fue la militancia política partidaria o el compromiso concreto con una causa o un partido. Eso manchaba la independencia del intelectual, que debe estar siempre muy limpito y decoroso. En consonancia con un espacio cultural tan moderno que rechazaba las rancias ideologías de izquierda se recuperaron los más viejos nihilismos y esteticismos. Cioran o Ernst Jünger, figuras problemáticas y problematizadoras, fueron redivivos, pero sin que sufriesen mayores inquisiciones. Menos ser comunista, o cualquier otra cosa casposa que nos remita al antifranquismo, todo vale y todo es elegante.
A comienzos de los años ochenta, ya habían empezado a cambiar las referencias para la minoría intelectual. Desde principios de los sesenta una nueva generación recibió a través de la música “pop” la lengua y la cultura anglosajona de tal modo que, paradójicamente, años más tarde cuando España entró al fin en Europa la cultura de Francia, Italia y la europea en general desapareció completamente de los medios de comunicación y se pasó a mirar únicamente hacia EE.UU., hasta hoy. Todo lo norteamericano es definitivamente “cool”. Si en los años sesenta, además de copla y alrededores, se podía oír canción italiana y francesa, hoy es prácticamente imposible: los medios de comunicación españoles solo emiten canción en inglés o castellano.
Y en cuanto a las referencias intelectuales en el interior de España, de atender a lo que llegaba de Cataluña en materia de educación, política, pensamiento, artes, música a partir de la primera mitad de los ochenta lo ocupó todo Madrid con un nuevo invento, “la movida”, que circuló por los medios con su propio star system. Pero para la mayoría de la población, que no tenía necesidad de coartadas ni tonterías, quedó lo de siempre: pasodobles y fútbol. En vez de Lola Flores, se extendieron por ciudades y villas de España las “ferias de Abril” y las sevillanas. Y los futbolistas, de ser ceñudos y velludos, pasaron a ser modelos depilados que lucen tocados. Las corridas de toros, a pesar de la caída de interés entre la población, son emitidas en horario infantil en TVE, demostrando su intención ideológica. Hoy, como siempre, la ancha cultura nacional española va entre el “¡olé!” y el “¡oé, oé, oé!”
Y hasta aquí hemos llegado. A una España sin esperanza, con un partido gobernante sin sentido de la vergüenza y un presidente que se esconde durante meses para no contestar a preguntas sobre su implicación en la recepción de dinero negro. Un Parlamento pervertido por una mayoría absoluta parlamentaria que lo tiene anulado. Un país que se niega a reconocer a los catalanes el mismo derecho que tienen otros europeos, como los escoceses, a decidir libremente su futuro. Y un país que tendrá que someter a decisión democrática una constitución nueva y la forma del estado, incluyendo la opción Monarquía o República. Ambas son discutibles y por ello no se puede negar el debate, pero si la España futura, en la forma que tenga, es una monarquía, ya no podrá serlo porque lo haya decidido un Caudillo o un Ejército: tendrá que ser una ciudadanía sin miedo y que asuma su responsabilidad quien lo decida.
Evidentemente, creo que aunque el bloque de poder formado por los principales partidos y los medios de comunicación capitalinos oculten la realidad y mantengan en pie una tramoya digna de la época barroca, la etapa histórica surgida de la Transición se acabó.