En septiembre de 2011 el presidente Nicolás Sarkozy y el primer ministro británico David Cameron realizaron una visita sorpresa a la capital de Libia, acompañados de Bernard Henri-Levi, filósofo y escritor francés, un hombre que había hecho mucho por impulsar la intervención militar de la OTAN en el país africano. La sola presencia de ambos mandatarios, recibidos con todos los honores, ayudaba a adivinar que Francia y Reino Unido querían gozar de ciertos privilegios a la hora del reparto del petróleo en el primer país africano en reservas de crudo, con 46.000 millones de barriles estimados por explotar, el doble que Estados Unidos.
Poco importaba que el país se estuviera rompiendo a trozos tras la intervención militar, que se hubiera convertido en un polvorín a causa de las armas que la OTAN había entregado a diferentes milicias, o que entre los nuevos amigos libios de Europa hubiera fundamentalistas o incluso personajes considerados terroristas en el pasado por EEUU y la UE.
Algunos de los que trabajamos en la región en aquella época vimos que entre las filas rebeldes libias había combatientes que antes habían sido ‘terroristas’ perseguidos por el Ejército estadounidense en Afganistán. Los antes demonizados eran ahora ensalzados como aliados y liberadores de Libia. “Lo que hicimos [en Libia] fue por razones humanitarias, no existía ningún plan oculto”, dijo Sarkozy en Tripoli, la capital del país.
La “nueva Libia” “liberada” “por razones humanitarias” era, sin embargo, muy diferente a lo que las televisiones mostraban. La intervención militar de la OTAN, con la cooperación especial de Reino Unido y Francia, mató a civiles, dividió el país, armó a grupos yihadistas, apostó por gobernantes que ninguno querríamos para nosotros y trajo el caos. Miles de personas fueron perseguidas, arrestadas, torturadas y asesinadas.
A finales de 2011 se calculaba que aún había siete mil presos en manos de las diferentes milicias que habían luchado contra Gadafi. Además, miles de inmigrantes subsaharianos se vieron desplazados de sus hogares, acusados por los rebeldes de haber apoyado a Gadafi o incluso de haber luchado como mercenarios a su servicio.
Las personas negras se convirtieron en Libia en el punto de mira de las sospechas. Se registraron casos de persecución, asesinato y arrestos arbitrarios. La propia prensa europea manejó sin pudor el término mercenarios, a veces incluso con la coletilla negros, tantas veces evitado antes cuando tocaba nombrar a los mercenarios que operaron en Irak o Afganistán al servicio del Ejército estadounidense o de empresas privadas occidentales y bautizados con el eufemismo de contratistas.
Hillary Clinton, que ahora se presenta como candidata para las elecciones del próximo año en Estados Unidos, reaccionó con alegría ante el asesinato extrajudicial de Gadafi: “Llegamos, vimos y murió”, dijo con una amplia sonrisa [vídeo]. Sarkozy afirmó que, tras el asesinato del mandatario libio, “una nueva página se abre para los libios, la de la reconciliación dentro de la unidad y la libertad”. Nada más lejos de la realidad. Libia sufre la militarización del país, el caos, la violencia, y el racismo.
La responsabilidad de Reino Unido y Francia como impulsores de la guerra en Libia es clara y de hecho sus mandatarios se vanagloriaron de ello. El mismo David Cameron que metió a su país en Libia es el que rechaza las operaciones de rescate de embarcaciones y el que hace no mucho amenazaba con dejar la UE si no se imponen más restricciones a los inmigrantes. Su secretaria de Estado de Exteriores decía hace 4 meses que las operaciones de salvamento “crean un factor de atracción involuntario que incita a más inmigrantes a atravesar la peligrosa travesía por mar y, en consecuencia, producen más muertes trágicas e inútiles”. Dicho de otro modo, si mueren muchos en el Mediterráneo, otros dejarán de venir.
¿Cuántos cree Cameron que hay que dejar morir para sentirse seguro de que otros dejarán de venir? ¿Que las personas a rescatar sean víctimas de las consecuencias de operaciones militares en las que Reino Unido participó activamente -por ejemplo, en Libia- no le obliga a asumir responsabilidad sobre ellas?
La Unión Europea canceló hace unos meses la Operación Mare Nostrum, destinada al rescate de personas en el Mediterráneo. Tanto antes como después, ante los naufragios que ha habido, los gobernantes europeos afirman que “Europa no puede mirar hacia otro lado”. Ahora vuelven a decirlo, después de haber recortado fondos para los rescates y mientras siguen apostando por los muros, por la exclusión y por políticas de mano dura que nunca podrán frenar la voluntad del ser humano -escrita en nuestro ADN- de migrar, de moverse, de escapar, de querer mejorar.
Los gobiernos europeos -incluido el español- insisten en el temor al “efecto llamada”, introduciendo entre líneas una y otra vez que rescatar a personas puede ser contraproducente. A su vez, prohibiendo las rutas seguras para llegar hasta aquí, Europa impone a los migrantes los trayectos más arriesgados, la posibilidad de la muerte y la ausencia de garantías de un rescate.
Ya se sabe que una cosa lleva a la otra, y quizá cualquier día alguno de los mandatarios europeos, en un incontrolable ataque de sinceridad a lo Hillary Clinton, estalle en una carcajada frente a las cámaras y diga, victorioso: “Llegamos, vimos, y... los dejamos morir”.
Si el futuro es cuerdo, se retorcerá de vergüenza ante Europa.