Por estos días de feria del libro recuerdo que Clarice Lispector publicó La Pasión según GH, el mismo año que Vargas Llosa La ciudad y los perros. A ella no la incluyeron en el Boom pero aun en las listas posteriores del canon literario del siglo XX más mezquinas con las mujeres este libro siempre está, una obra maestra que ni el patriarcado pudo esconder. Clarice la escribe en un arranque de motivación, despechada con ella misma por haber tardado siete años en volver a la literatura. Así que también como una manera de recobrarse. Es el libro que Clarice, niña migrante ucraniana y escritora brasileña, escribe en el año más duro de su vida: “Estaba en la peor de las situaciones, tanto sentimental como también de familia, todo era complicado y escribí La pasión, que no tiene nada que ver con eso”.
Estaba convencida de que ni una sola línea del libro, sin embargo, puede interpretarse como desahogo o exorcismo. Sin embargo, todo aquello que en la biografía de Clarice era negación y fantasma, se encarna textualmente. Esa náusea, aquel abismo, están ahora en ese territorio ajeno dentro del propio. Una mujer de clase alta, artista, identificada con las iniciales G.H, se queda sola un fin de semana en su apartamento de Río de Janeiro y se propone un viaje interior que ocurre dentro de su casa pero sobre todo dentro de ella misma: entrar a la pequeña habitación de la señora de la limpieza, la habitación impropia. En esa resignificación de su entorno, que ella experimenta como violento, se topa con una cucaracha, una visión repugnante que desencadenará una oleada de visiones y reflexiones descarnadas, que hasta entonces ni siquiera se había atrevido a sospechar. Por ejemplo, la de su propia infancia en la pobreza.
Solía decir Clarice Lispector que “elegir la propia máscara es el primer gesto voluntario humano. Y es solitario”. Leo a tres autoras cuyas escrituras me han hecho pensar en el proceso de Lispector y G.H. Que evocan a la vez la catástrofe y el método, el torrente personal y la máscara, la construcción y la fuga, el poder y la vulnerabilidad. Tanto La loca, de Cristina Fallarás, como Cauterio, de Lucía Lijtmaer, alternan la narración de la vida de un personaje histórico femenino con la de un personaje contemporáneo. Las historias de Juana I de Castilla, reina y loca; y Deborah Moody, excomulgada y colona, se cruzan con las de dos simples mujeres nada simples, tan G.H como L.L o C.F. También es una mujer cualquiera la bebedora de Otra, la novela borracha de Natalia Carrero. La crítica feminista atraviesa los textos sin corromperlos. Nada de relatos, encarnaciones, reencarnaciones.
En los tres libros las mujeres, célebres o anónimas, privilegiadas o rotas, son tachadas de peligrosas o santas, por eso se les persigue, estigmatiza, abandona o reivindica, pero no reclaman el martirio ni la gloria para sí mismas: “Tracé las calles de mi pequeña parcela y marqué dónde estaría mi hogar, por fin líneas rectas, por fin un espacio cuadrado, los confines de mi mundo. (...). ¿Es ese un logro?”, hace hablar Lijtmaer a su personaje del pasado. Todas ellas han tenido que dejar atrás, han decidido aislarse, beberse, cauterizar las heridas a su manera, algo de ellas nos pertenece: el padre monstruo, la pareja idiota, el sistema pérfido, el Estado, la religión, el partido. “Todas tenemos un daño, hay que localizar el daño para que no sea usado. Ese es el principio. Para que no sea usado más”, escribe Fallarás de la loca que lee. Carrero extiende para su protagonista la posibilidad de diluirse o alcanzar el punto justo de ebullición: “Lo importante siempre han sido las palabras que no he conseguido decir. (...) Desearía gritar: ¡Leed todo lo que bebo!”. Hay días soleados en que la chica de Cauterio, que ya no tiene amigas sororas, solo encuentra consuelo en las chicas muertas, las imágenes (de cuando vivían y brillaban) de jóvenes que se han suicidado por amor como Ofelias enredadas de nenúfares diciéndote que no lo hagas.
“Estoy buscando, estoy buscando. Intento comprender. Intento dar a alguien lo que he vivido y no sé a quién, pero no quiero quedarme con lo que he vivido”, son las primeras palabras de G.H. que se tornarán incontenibles, memorables. El espacio seguro como ese buscar, intentar comprender de Lispector, como ese vaso sin fondo, el mapa, el refugio, la parcela, las buganvillas, el bizcocho de la vecina y la memoria de las ancestras y aparecidas. La escritura o la búsqueda como el acto de tragar la cucaracha para fundirse en la misma entidad que nos atormenta, para neutralizar el horror, porque ganarle es ser parte de él. La fusión, el conflicto o la reconciliación con el propio yo y con el otro, la otra, otra copa, también es este otear entre el sentido y la nada. Escrituras que parecen brotar de la crisis pero que no exorcizan nada, más bien nos endemonian.