¿Ha opinado ya Rajoy sobre “los límites del humor”?
Por favor, si algún periodista se cruza con Rajoy en los pasillos del Congreso, acérquele el micrófono y pregúntele qué opina sobre los límites del humor. Una “marianada” es lo único que me falta por escuchar en este urgentísimo debate en que andamos periodistas, tertulianos, políticos, jueces y “expertos”. Señor Rajoy, ¿qué opina sobre los límites del humor? “Pueeees, el humor es una cosa muy buena, en esta vida es importante tener buen humor, pero tiene que haber unos límites como todo en esta vida, que las cosas que no tienen límites ya se sabe cómo terminan…”
¿En serio estamos debatiendo estos días sobre “los límites del humor”? Un tema guadianesco, que reaparece en cada descarrilamiento (Zapata, Charlie), pero que estos días se ha desbordado estrepitosamente. Mi estupor no viene de que haya otros límites más urgentes que debatir antes que los del chiste (los límites al beneficio bancario sería un buen tema de debate). La discusión sobre el humor y sus límites nunca es ociosa, no es típica de sociedades aburridas, faltas de conflicto y con todos los límites importantes resueltos, sino todo lo contrario: es la señal más evidente de que vamos mal, muy mal. La campana de emergencia que aconseja buscar los botes salvavidas. Porque no nos engañemos: la pregunta de estos días no es si el humor tiene límites, sino por qué no los estrechamos un poco más.
Claro que el humor tiene límites, y quien mejor lo sabe es el humorista satírico, que trabaja siempre en alguna frontera, negociando su espacio en ese filo, tensando y estirando la cuerda hasta casi romperla, desplazando la línea roja un milímetro en cada chiste, estrellándose a veces en el intento. El humorista siempre está asomado a esa barandilla, conoce el riesgo, y cuando se aventura a cruzarla de un salto, sabe que su transgresión tendrá consecuencias: que no se rían de tu chiste. Que te lo afeen, que te lo devuelvan. Que no te escuchen más, que no vayan a tu espectáculo, que apaguen la tele. Que te despidan (pues, como el periodista, el primer límite para el humorista está en la propiedad del medio donde interviene). A veces consecuencias violentas: que te tiren algo, que te esperen a la salida, que te pongan una bomba en el camerino, como a Leo Bassi. Que te linchen en redes y periódicos. Que te asesinen, sí, también (y por eso no nos metemos con Mahoma, obviamente). O que te apliquen el código penal.
Si un chiste que hace treinta años provocaba risas, hoy te lleva al banquillo, estamos peor de lo que creíamos. Y no hablo de Cassandra (que además no es humorista, lo que hace más sospechoso el debate), ni de los chistes de Carrero, sino de buena parte del humor más bestia de los setenta y ochenta, que hoy escandaliza más que entonces.
Se supone que los chistes transgresores, pasado el tiempo, acaban desactivados y aceptados por unanimidad, pero aquí está pasando lo contrario: nuestra tolerancia al humor se ha ido achicando. Se suponía también que, como explica Manel Fontdevila en “No os indignéis tanto”, las transgresiones humorísticas han servido históricamente para ensanchar el cauce de la libertad de expresión, tanto más cuanto mayor sea la transgresión. Pero de un tiempo a esta parte sucede lo contrario: cada colisión estrecha y endurece el cauce un poco más.
Y no, amigos, la principal amenaza no viene de la caverna política, mediática o judicial. Somos todos, somos nosotros: nos hemos convertido en un país de ofendidos y ofendibles, de gallegos que protestan por chistes de gallegos. Incluida la que Dario Adanti, en su inteligentísimo “Disparen al humorista”, llama “la izquierda hipersensible”, a menudo tan empeñada como la derecha en encauzar lo humorístico y marcar líneas rojas. Una sociedad permanentemente escandalizada que exige disculpas, censuras y sanciones a todas horas. Hasta cuando defendemos al humorista perseguido nos preocupamos por subrayar que sus chistes son “de mal gusto”, no sea que alguien piense que nos hizo gracia. Ja.