Menos mal que Jiménez Losantos es una estrella. Un estatus que, confío, tendrá su reflejo en el estipendio que se abone a sí mismo como contratante. (¡Es el mercado, amigo!) Ese dinero le vendrá bien para costearse su principal vicio público, el de insultar y amenazar a todos los que no le resultan simpáticos.
Esta semana, el periodista ha palmado 10.000 euros, migajas para la estrella autoempleada, por sugerir que Bescansa tiró a su hijo a un contendedor y por asegurar que, de tener la escopeta a mano, se liaba a tiros contra los de Podemos. Tal es su acumulación de desbarres que la Audiencia Provincial de Madrid ya le hace tarifa plana, juntando varios agravios bajo una misma multa.
Losantos es el Valtonyc de la extrema derecha. Su mártir. La víctima de este sistema podrido que persigue la disidencia y la libre expresión. El enfant terrible en quien se miran, extasiados, machistas, xenófobos y retrógrados en general. Más liberal que Adam Smith. Más español que Blas de Lezo.
Su periplo ideológico sería digno de un poema épico de Homero: del comunismo a la extrema derecha parando en todos y cada uno de los puertos intermedios. Poca gente puede hacer gala de tan abigarrado currículum ideológico. Y tan incoherente. No es difícil imaginar a Losantos contemplando una foto suya a los veinte años y gritándose: ¡pelanas!, ¡guarro!, ¡imbécil!
Pero, si Losantos merece alguna crítica, no es tanto por su cambiante ideario como por el modelo de periodismo camorra que viene practicando desde que un día descubriera que había nicho en la gresca. Losantos estrenó el siglo XXI pegando gritos en la FM, cagándose en todos pero mucho más en unos. Costaba a veces distinguirlo de un loco cualquiera, de esos que transitan las aceras con folios llenos de números clamando cosas que solo ellos entienden. Pero su estrategia funcionó y Losantos consiguió lo que parecía imposible: monetizar su estrés postraumático.
Todo esto, claro, suponiendo que Losantos sea real y no se trate de genial farsa. Existe la posibilidad de que el periodista lleve desde los 70, época en que colaboraba con colectivos artísticos de vanguardia, desarrollando la más ambiciosa performance de la historia. Tal vez algún día descubramos que ese locutor hiperbólico no era más que un personaje ficticio, un reflejo deformado y carpetovetónico de la España que nos ha tocado. El último estertor del esperpento, el Max Estrella de nuestro tiempo. Un cráneo previlegiado al que todos, también los jueces, tomamos por otro chiflado con problemas.