La luz, la tragedia y la memoria

El 18 de octubre de 1988 un cortejo oficial cruza las salas del Museo del Prado. En el grupo de vanguardia están Juan Carlos I e Isabel II del Reino Unido, acompañados por el entonces director del Prado, Alfonso Pérez Sánchez, y el exministro de Cultura, Jorge Semprún. Acaban de inaugurar una exposición de pintura inglesa que incluye obras de Gainsborough, Constable y Turner, entre otros maestros, y ahora se detienen frente a Las Meninas de Velázquez. Isabel II murmura algo para sí misma y Semprún, inquieto, detecta cierto enfado en el gesto. La reina británica habla más alto y pregunta al director del Prado si Las Meninas han sido restauradas recientemente. Este le contesta que el cuadro ha sido limpiado y no restaurado; solamente se le ha devuelto esplendor a los colores originales, ensombrecidos por el paso del tiempo. Isabel II no conforme con la explicación quiere saber si se ha tocado la tela, si se ha intervenido la materia. El director del Prado improvisa un argumento lo más claro posible y la reina le interrumpe, según Semprún, y exclama: “¿Por qué? ¿Por qué cada vez que se toca uno de mis gainsboroughs se deshace en pedazos y pueden tratarse impunemente las telas de vuestros velázquez?”.

Mientras Isabel II se indigna, el director del Prado sufre y el resto se subordina a la escena. Semprún, según cuenta en sus memorias, se pierde en varias divagaciones. Una será el recuerdo de su lectura de Foucault y su interpretación de Las Meninas; otra, el montaje de una instalación enfrentando Los fusilamientos del 3 de mayo al Guernica, por entonces en el vecino Casón del Buen Retiro y, por último, la reacción de la reina británica ante el retrato de la familia de Carlos IV de Goya.

Semprún sostiene que la lectura del cuadro que hace Foucault en Las palabras y las cosas es falsa –usa esta palabra–, y argumenta que se trata tan solo de una interpretación discutible del juego de espejos y que, en definitiva, es tan solo una visión ideológica que no tiene relación alguna con la pintura.

Al volver al texto de Foucault advertimos, en primer lugar, que antes de exponer su punto de vista cita al maestro y suegro de Velázquez, Francisco Pacheco, que dice: “La imagen debe salir del cuadro”. El fuera de cuadro es lo que le interesa a Foucault, la desaparición necesaria de lo que se representa, la supresión del sujeto imitado para hacer visible la pura representación. No debemos ver la imitación sino que estamos obligados a buscar lo esencial, lo real, la imagen ideal. Pero hay una lectura más simple que se encuentra en el camino que recorre para llegar a esta conclusión.

Velázquez se representa a sí mismo y nos oculta la tela que pinta, el objeto de su trabajo. La mirada del pintor se dirige a nosotros. A su derecha, la infanta, centro del cuadro, cuyo protagonismo Velázquez acentúa con la atención que en ella ponen las meninas para arrastrarnos a fijar allí nuestra mirada. Desde la derecha, una ventana apenas sugerida por un marco, arroja luz para alumbrar la escena, exaltar la figura de la infanta Margarita y acentuar tanto su mirada hacia nosotros como la del pintor. Más atrás, el resplandor alcanza para percibir un par de cuadros en lo alto de la pared y un tercer cuadro, más abajo, que contrasta con una luz propia, mucho más viva que el resto. La mirada atenta de este cuadro nos hace comprender que se trata de un espejo y que en él se reflejan Felipe IV y su esposa Mariana, y que la luminosidad es producto del halo de luz que teóricamente llega hasta donde estamos nosotros parados como espectadores del cuadro, ya que sale de la pintura y alcanza a los modelos, los reyes, ubicados, hipotéticamente, en nuestro sitio. Es el mismo lugar donde, Isabel II del Reino Unido, ajena a la mirada que Velázquez posa sobre ella, tal vez ignora la visión foucaultiana y elude interrogarse sobre su rol frente al cuadro. Solo tiene ojos para la materia, en este caso impoluta, de la tela, y del desafortunado deterioro de sus gainsboroughs. No podemos saber dónde tendrían en ese momento puesta su atención los tres personajes reales restantes que formaban parte del cortejo oficial, pero sí sabemos que el director del Prado hacía un esfuerzo importante por satisfacer las inquietudes técnicas de la reina británica y que Semprún, según confiesa, era víctima de una ensoñación: poner al Guernica a dialogar con Los fusilamientos del 3 de mayo de Goya.

Dice Semprún que en una conversación mantenida en La Californie, la residencia de Picasso en Cannes, el propio pintor le expresó su deseo de que sus obras convivieran en ese ámbito con Goya y Velázquez. Pero más allá del criterio lógico de dar cobijo a quien, al igual que Miró, podría compartir un mismo espacio con Goya, hay una conversación histórica y no solo plástica donde el diálogo es de la memoria y no de la materia, centro de preocupación de la reina Isabel II. El mismo Semprún aporta pistas a Franziska Augstein, quien las recoge en la biografía que hizo del escritor: “La mujer que llora en el Guernica es Dora Maar. Y la que grita es la Pasionaria”. Pero hay más referencias, Picasso reproduce, en un homenaje a Goya, el farol de Los fusilamientos del 3 de mayo, elemento que Robert Hughes utiliza para demostrar que Goya anticipa con agudeza nuestro sentido del documental moderno con un cubo de luz blanca objetiva. Con ese rescate, Picasso le da una continuidad a la tragedia, un nexo que la sitúa en un mismo registro. La ausencia del Guernica en el Prado es un silencio en la historia del arte, una laguna en la memoria de la Historia.

San Agustín aseguraba que sabía lo que era el tiempo pero que cuando le preguntaban por él, dejaba de saberlo. Por su parte, Nabokov cuenta cómo siendo niño se encuentra “sumergido” en lo que llamamos tiempo y lo define como un medio en el que unos bañistas comparten el agua del mar, criaturas que no son uno pero que están unidas a uno por el común fluir del tiempo. Si el tiempo es el mar de lo real donde estamos junto a los demás, la memoria bien puede ser el espacio donde flota el tiempo que se evapora día a día. La memoria es invisible, etérea, pero vital para la respiración de la conciencia. Perder la memoria es perder de alguna manera el tiempo.

El farol de luz al pie del pelotón de fusilamiento en el cuadro de Goya y la lámpara en el Guernica como un sol, pero también como un ojo atento que alumbra y ve, son los elementos que iluminan la memoria y que documentan la tragedia. La mirada del propio Velázquez en Las meninas es una invitación a compartir su tiempo; como en las otras dos obras, la luz que entra por la ventana e ilumina la escena también nos alcanza a nosotros para incorporarnos a la memoria del cuadro y, a su vez, incluirlo en la nuestra. El diálogo de estos cuadros conforma nuestra memoria y le da sentido a nuestro tiempo.